Creo que una de la experiencias más asombrosas que he vivido y me ha hecho sentir más pequeño e insignificante ha sido contemplar el cielo en una noche sin nubes, en medio del campo o la montaña, lejos de cualquier alteración de la oscuridad natural. En ese hábitat, es posible observar cómo sobre el telón oscuro del firmamento se despliega una multitud de estrellas que inundan de pequeños puntos de luz la noche, creando uno de los espectáculos naturales más hermosos que el ojo humano puede contemplar. Lo que resulta aún más asombroso es que mi vista, en el caso de que tenga una visión muy buena y las condiciones sean favorables, solo es capaz de percibir 2500 estrellas de los 200 billones que se estima que contiene la galaxia en la que se encuentra nuestro Sistema Solar. Y según las estimaciones más recientes de los científicos, existen millones de galaxias en el Universo que juntas contienen más estrellas que la suma de todos los granos de arena de todas las playas de nuestro planeta.
Todas estas galaxias y estrellas, que cautivan nuestros sentidos y nos hacen mirar los cielos con asombro, no han surgido de la nada, ni son el resultado de una explosión aleatoria, como el hombre en su necedad argumenta; sino que según relata la Biblia, son el producto de la obra creadora del Dios verdadero, quién es infinitamente Grande y Poderoso y ha creado todo de la nada por el poder de su Palabra (Genesis 1:14-18); y tienen como uno de sus propósitos asombrarnos ante la grandeza de Dios: “Alzad a lo alto vuestros ojos y ved quien ha creado estos astros: el que hace salir en orden a su ejército y a todos llama por su nombre. Por la grandeza de su fuerza y la fortaleza de su poder no falta ni uno” (Isaías 40:26). Asi que, la contemplación del cielo en una noche estrellada debería dirigir el pensamiento de cualquier ser humano a considerar con asombro la grandeza del Dios que ha creado, dirige y sostiene cada rincón del universo. “Los cielos proclaman la gloria de Dios, y la expansión anuncia la obra de sus manos” (Salmo 19:1).
Sin embargo, aunque la creación da testimonio de la existencia y grandeza de Dios (Romanos 1:20), nuestra mente caída y finita es incapaz de conocer y evaluar correctamente por sí misma las perfecciones que definen su Ser, y por ello debemos abrir el testimonio que Dios ha dado de sí mismo en su Palabra, para comprender cual es el verdadero alcance de su grandeza. El capítulo 40 de Isaías es un ejemplo de esto. En este pasaje, Dios, por medio del profeta, se dirige a su amado pueblo, que debido a su desobediencia y rebeldía se enfrentaba al exilio inminente en Babilonia, y utiliza el argumento de su grandeza para consolar a la nación, asegurando su futura liberación y restauración. Las ilustraciones que el profeta utiliza son elocuentes y tienen el propósito de asombrar nuestra mente ante la magnitud, excelencia y grandeza de nuestro Dios, para que nosotros, al igual que la nación de Israel, esperemos confiadamente en Él.
A lo largo del capítulo mencionado, Isaías enumera diferentes elementos de la creación ante los que los seres humanos nos sentimos abrumados, como son los océanos, los cielos, o los montes más altos de nuestro planeta, pero que comparados con la grandeza de Dios son tan pequeños, que caben en la palma de su mano (v. 12). Igualmente, las naciones conquistadoras de ese tiempo, que construyeron imperios basadas en su poderío militar y que causaban terror ya que parecían indestructibles, al ser comparadas con el poder y la grandeza del Dios verdadero, pasaban a ser menos que nada (v. 15,17). E incluso los grandes hombres de la historia que han atesorado poder, o aquellos a los que admiramos debido a sus proezas o su sabiduría, son insignificantes ante la grandeza de Dios. Él dispone de ellos como le place, y todos los logros humanos, individuales o colectivos, son como hojarasca en una tormenta (v. 23,24).
Finalmente, Dios toma la palabra y pregunta: “¿A quién pues me haréis semejante para que yo sea su igual? dice el Santo” (v. 25). La única respuesta verdadera la encontramos en las palabras que el Rey David expresa en el Salmo 145:3: “Grande es el Señor y digno de ser alabado en gran manera; y su grandeza es inescrutable”.
Sí, ciertamente la grandeza de Dios está fuera de nuestra comprensión, pero Él no nos deja en nuestra ignorancia. Y por medio de los ejemplos mencionados, y otros muchos que aparecen en Su Palabra, permite que nuestra mente pueda asimilar y asombrarse ante la magnitud de su grandeza, para que nuestro asombro se transforme en adoración, que se manifestará en nuestras vidas en la espera confiada y agradecida en que un Dios tan grande, sin ninguna duda, llevará a su fin todas sus promesas. Lo hará con la nación de Israel, a quien específicamente se dirige en este pasaje de Isaías, y lo hará con todos los que hemos creído en Su Hijo como nuestro Salvador a quienes ha prometido una herencia eterna junto a Él en los cielos.
“Mi oración es que los ojos de vuestro corazón sean iluminados para que sepáis cual es la esperanza de su llamamiento, cuales son las riquezas de la gloria de su herencia en los santos, y cual es la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, conforme a la eficacia de la fuerza de su poder” Efesios 1:18-19