Todos los seres humanos, sin excepción, estamos vivos porque respiramos un aire compuesto por un 78 % de nitrógeno, un 21 % de oxígeno y un 1 % de argón, además de un porcentaje de vapor de agua y otros gases. El proceso es el siguiente: Durante la inspiración, los músculos intercostales y el diafragma se contraen, permitiendo que el aire penetre en los pulmones. Durante la expiración, los músculos utilizados para la inspiración se relajan haciendo que los gases sean expulsados de los pulmones. Aunque no reparemos en el cómo ni el por qué, esto sucede cada momento del día, todos los días. Es posible que no entendamos la mecánica desde un punto de vista fisiológico. Es posible que ni nos hayamos parado a pensar en ello con detenimiento. Pero es parte de nuestra realidad diaria. Con la aflicción sucede algo similar. En un sentido, es tan cierta como el aire que respiramos. Y es que, todos, sin excepción, en mayor o en menor medida, la experimentamos la mayor parte del tiempo. A veces con mayor agitación. A veces de manera tranquila, casi imperceptible. Pero esa rueda no se detiene hasta que morimos. Accedemos al mundo exterior por primera vez y lo hacemos sufriendo. La madre y el bebé. ¡Aun el padre si está presente en el parto! Y dejamos esta vida con sufrimiento. Incluso los que se quedan despiden con dolor a los que pasan a la eternidad. Y entre medias… también experimentamos aflicción.
Este mundo considera las pruebas y el sufrimiento como el peor enemigo contra sus aspiraciones. A la gente le encanta hablar del estado del “bienestar”. Y, ya sea por enfermedad, por el rechazo de otros o por limitaciones económicas que podamos estar enfrentando, no hay nada tan perverso hoy como el sentirse agraviado. Nada tan injusto como ver interrumpidos los planes de uno. Al punto que nunca ha habido tantas personas que se quitan la vida. Y mientras esto sucede, en muchos lugares la eutanasia se ha convertido en un derecho. Cada vez hay más personas dispuestas a morir antes que a sufrir. La consigna es clara: huir de la aflicción como sea. Escapar del sufrimiento al precio que sea. ¡Aunque te cueste la vida! Y, sin embargo, las pruebas, el sufrimiento, y la aflicción son parte de la experiencia de todo ser humano, incluidos aquellos que se consideran cristianos. Esto genera frustración, angustia y una profunda preocupación a muchos de nosotros. Pero ¿existe alguna explicación que justifique este “océano” constante de problemas y dificultades?
- Un mundo caído
La Biblia afirma que, en primer lugar, sufrimos porque vivimos en un mundo caído y gobernado bajo el control del maligno. Eso es lo que enseña 1 Juan 5:19. La Palabra de Dios aclara que esta vida no resulta el escenario ideal, y mucho menos una realidad definitiva. La creación en su conjunto espera (y gime) por la liberación final que un día recibirá por parte de Su Creador (Romanos 8:22). Pero mientras tanto, las enfermedades son una realidad, los desengaños son una realidad, las decepciones, el dolor, el temor, el miedo… Ya tengan una naturaleza económica, profesional, institucional, familiar… forman parte de nuestra experiencia vital.
- Una humanidad caída
Además de las irregularidades y desvaríos inherentes a la esfera en la que nos encontramos, sufrimos porque vivimos rodeados de personas caídas. El autor de Eclesiastés confirma que no existe una sola excepción, pues no hay ni un solo hombre que no peque (Eclesiastés 7:20). En algunos casos, los contemplamos desde muy lejos. En algunos casos, los contemplamos desde muy cerca. Ya sean compañeros de trabajo, de estudio, nuestros vecinos o incluso familiares. Sus decisiones nos afectan, y muchas veces nos hacen sufrir. Y, aunque hacernos daño no sea, en el mejor de los casos, necesariamente su propósito principal, sufrimos. A pesar de que en el libro de Proverbios se nos exhorta a evitar la senda del impío y el camino de los malvados (Proverbios 4:14), estos constantemente se las “arreglan” para cruzarse en nuestro camino.
- Una condición caída
Sufrimos porque nosotros, sí, también nosotros, somos pecadores (Romanos 3:10).
En un sentido no existe sociedad, ciudad, comunidad de vecinos, ni familia perfecta, porque no hay persona perfecta y libre de pecado. Mientras tú o yo formemos parte del plan este ya no va a ser perfecto. Ni siquiera en la iglesia. Nuestra propia tendencia, nuestras propias inclinaciones nos lo impiden. El apóstol Pablo era muy consciente de su propia indignidad (1 Pedro 1:15), y lamenta no responder como debería (Romanos 7:21-24). Aun conociendo lo que Dios espera de Sus Hijos, pecamos. Aun teniendo al Espíritu Santo morando en nuestros corazones, alertando y advirtiendo a nuestra conciencia, somos rebeldes a su voz como el pueblo de Israel allí en el desierto de Meriba (cf. Números 20:1-12; Salmo 95:8). Nos impacientamos. Nos quejamos. Demandamos más a los demás de lo que estamos dispuestos a hacer nosotros. Y, como resultado, vivimos insatisfechos, con nosotros y con otros. En gran medida, por nuestro propio pecado.
- Una oposición continua
Pero, finalmente, sufrimos también, y de manera particular, porque somos cristianos. Dios, no solamente nos ha concedido el creer en él, sino también el padecer por Él (Filipenses 1:29), Jesús mismo advirtió a sus seguidores que ellos experimentarían el mismo trato con el que él fue recibido (Juan 15:20). A lo largo del Nuevo Testamento, la vida cristiana no se presenta necesariamente un paseo. Sino más bien una carrera larga y agónica (Hebreos 12:1); como una pelea constante (1 Corintios 9:26); como un campo de batalla al cual debemos acudir adecuadamente ataviados (Efesios 6: 10-18); como un campo que es necesario trabajar y cuidar para que produzca fruto a su tiempo (Juan 4:35-38).
Probablemente no exista una muestra más evidente de la influencia de Satanás y sus huestes en este mundo que la persecución a lo que Cristo representa. Esa es su principal ocupación. Y esa es su principal fuente de satisfacción. El diablo, como león rugiente, está buscando a quién devorar de entre aquellos que se identifican con Cristo (1 Pedro 5:8). Y como resultado de vivir piadosamente serán cuestionados, despreciados y, en una mediado o en otra, perseguidos (1 Timoteo 3:12).
Conclusión
Tanto mal hacen los que niegan la realidad del sufrimiento como los que no se están preparando para ello. Los pastores y ancianos de muchas congregaciones hoy están más preocupados de proveer ciertos entretenimientos que de preparar a los creyentes para las luchas que han de enfrentar. Esta tónica se repite también en el seno de las familias cristianas. Los padres invierten tiempo, dinero y esfuerzo en ayudar a sus hijos a desenvolverse en el mundo: se aseguran de que asimilan lo que aprenden en el colegio con clases de refuerzo fuera del horario escolar. A medida que crecen les enseñan a cocinar, a conducir, incluso a poner la lavadora en caso de necesidad. Pero, ¿cuánto han hablado de este asunto?
Podemos y debemos prepararnos para la aflicción, pero… ¿Cómo? La Escritura nos enseña y nos advierte acerca de ésta. Pero también nos ofrece el aliento, la motivación y las herramientas que necesitamos para afrontarla con confianza (cf. Salmo 46:1-2; Mateo 6:25-34; Filipenses 4:6-7; 1 Pedro 5;7). ¿Estamos haciendo uso de todo ello? Cualesquiera que sean tus circunstancias, deja que la Palabra de Dios sea la lámpara que alumbra tus pies, la lumbrera que preside tu camino (Salmo 119:105). Es cierto, tarde o temprano las tormentas nos asolarán con fuerza. Por eso, desconfía de cualquier otra superficie (Mateo 7:24-27). Apóyate en la única como roca firme en la que asentar tu vida con garantías, en el presente y por toda la eternidad.