El reconocido predicador galés del siglo XIX, David Martyn Lloyd-Jones, puntualizó que la prueba de fuego del verdadero cristiano radica en lo que uno piensa sobre la cruz de Cristo. El cómo de importante y esencial sea la cruz en nuestra vida definirá la genuinidad de nuestra fe, porque lo que amamos determina en qué depositamos nuestra confianza. Ya sean posesiones, habilidades, logros o amistades, aquello en lo que descansamos evidencia en quien o en qué nos gloriamos.

Así sucedió en la vida del apóstol Pablo. Si algo le caracterizó después de su encuentro con Jesús fue que él descansó plenamente en la cruz de Cristo. Todo lo demás quedó a un lado como algo vil e inservible. La cruz fue crucial a lo largo de su vida, y aun sus propios méritos humanos los consideró por basura en comparación a lo que Cristo había llevado a cabo a su favor en esa cruz. La cruz lo transformó radicalmente, al punto que, como resultado de su impacto, estableció su ministerio y vigorizó su denuedo en anunciar el evangelio. La cruz fue su motivo de gloria hasta el punto de decir: “jamás acontezca que yo me gloríe, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gál 6:14).

¿Qué significa la cruz de Cristo para ti? ¿Es lo que más aprecias de tu vida? ¿Es en lo que descansas y confías? En este artículo meditaremos en dos aspectos de la cruz de Cristo que nos motivan a reconocer su gloria para que nuestra confianza repose en ella.

La ofensa de la cruz

Al contrario de lo que uno pudiera pensar, el hecho de que la cruz de Cristo es ofensa para el ser humano es lo que hace brillar su gloria sin igual. La Biblia habla frecuentemente acerca del tropiezo de la cruz, porque la obra de Cristo ataca el orgullo del hombre y elimina toda confianza en sí mismo. El apóstol Pablo reconoció esto al escribir: “si todavía predico la circuncisión, ¿por qué soy perseguido aún? En tal caso, el escándalo de la cruz ha sido abolido” (Gál 5:11). Si predicamos que uno puede ser justificado por medio de sus méritos y buenas obras, entonces quitamos el tropiezo de la cruz porque desechamos la obra de Cristo.

La cruz de Cristo es el evangelio. Es Jesucristo crucificado muriendo por nuestros pecados, pagando nuestra culpa, hecho por nosotros maldición. La cruz señala que el ser humano es pecador y culpable delante de Dios por su pecado. La cruz anuncia que el hombre no puede salvarse a sí mismo, sino que sólo Cristo pagó el precio de nuestra redención por Su muerte en la ella. La cruz de Cristo proclama la gracia de Dios, y confronta al hombre pecador con su orgullo.

Todos aquellos que confían en su propia justicia, sus esfuerzos y obras meritorias, buscan agradar la carne. Se glorían y descansan en sus logros. Se alimentan de sus virtudes adulando a su propia jactancia. En verdad, no anhelan obedecer a Dios, sino engordar su vanagloria. Su deseo no es someterse al evangelio, sino ganarse un derecho. Pero la cruz de Cristo anula cualquier gloria de la carne. La cruz te humilla y muestra la vileza de tus logros y esfuerzos. La cruz manifiesta que no puedes confiar en ti mismo para ser salvo, y esto hace brillar Su gloria.

El poder de la cruz

Cuando comprendemos verdaderamente el poder de la cruz de Cristo, entonces reconocemos que no hay ni el más mínimo motivo de gloriarnos en nosotros mismos. Por eso, el apóstol Pablo afirmó con rotundidad: “jamás acontezca que yo me gloríe, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gál 6:14). El Señor merece toda gloria. Jesucristo, por medio de Su obra de la cruz, fue hecho para nosotros sabiduría de Dios, justificación, santificación y redención, de modo que nos gloriemos sólo en Él (1 Cor 1:30-31).

Aun cuando la cruz era un símbolo de maldición, en ella Cristo nos redimió de la maldición de no poder obedecer a Dios (Gál 3:13). En la obra de la cruz somos declarados justos, redimidos y adoptados como hijos de Dios. Hemos muerto al pecado. Por eso, Pablo añade que, por medio de Cristo, “el mundo ha sido crucificado para mí y yo para el mundo” (Gál 6:14). Por un lado, todo lo que proviene del mundo (los deseos de la carne, los deseos de los ojos, la vanagloria de la vida) ha sido crucificado, de modo que ya no tiene dominio sobre nosotros. Por otro lado, el creyente muere al mundo para no servir más al mundo, así como muere al pecado, para no servir más al pecado, sino para servir a Dios (Gál 2:19).

Por el poder de la cruz, nuestra relación con el mundo ha cambiado radicalmente. Antes vivíamos para el mundo, y estábamos muertos para Dios. Ahora vivimos para Dios, y estamos muertos para el mundo. ¿Dónde está nuestra gloria?

Conclusión

Pensar en estas dos verdades de la cruz de la Cristo debería humillarnos delante de Dios, y llevarnos de rodillas a los pies de la cruz. ¿Qué sería de nosotros sin la cruz de Cristo? Apartemos la vista de nosotros mismos, miremos a la cruz y contemplemos su gloria sin igual.

David González

Autor David González

Pastor de la Iglesia Evangélica Teis en Vigo (España) y profesor adjunto del Seminario Berea en León (España). Tiene una Maestría en Divinidad de The Master’s Seminary. David está casado con Laura y tienen 2 hijas (Noa y Cloe).

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