A finales del siglo XX y ante al devenir de las iglesias evangélicas, el pastor y escritor James Montgomery Boice (1938-2000) afirmó que la iglesia intenta hacer la obra de Dios a la manera del mundo. Y explicó: “Buscan la sabiduría del mundo porque consideran que la Biblia no es adecuada para los desafíos actuales y las problemáticas de hoy. Abrazan la teología del mundo porque adaptan la Biblia a la cultura del mundo, de manera que el pecado pasa a ser una disfunción del comportamiento, la salvación es autoestima y Jesús es más un ejemplo para la vida que un Salvador del pecado y la ira de Dios. Siguen la agenda del mundo porque ofrecen al mundo lo que el mundo busca”.[1]
Hoy, varias décadas después, esta alertadora descripción sigue vigente. Frente a los nuevos desafíos del pensamiento posmoderno, la Iglesia está redefiniendo conceptos, modificando estrategias, y renovando sus métodos. Sin embargo, ¿quién determina qué es la Iglesia y qué debemos hacer? ¿Es Dios soberano sobre Su Iglesia o tenemos autoridad para decidir ofrecer algo más “actual” para la sociedad contemporánea? En este artículo examinaremos tres verdades esenciales que evidencian que Dios es soberano sobre Su Iglesia.
La Sabiduría es de Dios
Es común escuchar en nuestros días que necesitamos integrar ciertos conocimientos sociológicos o psicológicos al ministerio de la Iglesia para poder ser más eficaces. Las conclusiones humanas sobre el comportamiento y la problemática del hombre parecen ser cruciales en la labor pastoral. Así, la sabiduría humana modela el ministerio de la Iglesia.
Este era uno de los problemas en Corinto. Los corintios amaban la sabiduría de los hombres y se gloriaban como si tuviesen algo que Dios no tenía (1 Cor. 3:18-21). Seguían a los sabios y entendidos de la sociedad. Se admiraban de sus reflexiones, y confiaban en sus criterios. Por eso, el apóstol Pablo afirmó con rotundidad, “la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios” (1 Cor. 3:19). Es vana, desaparece con el tiempo, no es estable. El entendimiento del hombre es tan limitado que sus razonamientos son inútiles y se desvanecen.
La sabiduría es de Dios y esto evidencia Su soberanía. Él es quien hizo que la sabiduría de este mundo sea necedad de modo que el hombre no puede llegar a conocer a Dios por medio de su propia sabiduría (1 Cor. 1:20-21). Dios determinó salvar a los que creen por medio de la proclamación del Evangelio. Por eso Pablo no predicó lo que la gente quería oír. Su mensaje no se adaptó a los intereses de la audiencia ni porque les ofendiese. El apóstol predicó la Palabra de la Cruz porque Dios, en Su sabiduría, decidió salvar por medio de ese mensaje. De la misma manera nosotros, prediquemos a Cristo crucificado, porque sabemos que la Palabra de la Cruz, aunque es locura para los que se pierden, es poder de Dios para los que se salvan (1 Cor. 1:18).
La Salvación es de Dios
En algunos círculos cristianos, hablar de salvación es hablar del hombre. Es como si la obra salvífica tuviese como centro de atención al ser humano, y Dios salvase porque el hombre es de mucho valor. Con este pensamiento, algunos de los corintios estaban envanecidos y se jactaban de su espiritualidad, manifestando alardes de grandeza y autosuficiencia, pensando que su sabiduría estaba relacionada con su salvación.
Por eso Pablo les exhorta, “considerad, hermanos, vuestro llamamiento; no hubo muchos sabios conforme a la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles” (1 Cor. 1:26). El llamado a la salvación no depende de nuestra sabiduría o estatus social. No hay nada en el ser humano que merezca la salvación de Dios. Pablo enfatiza en tres ocasiones que soberanamente Dios escogió (1 Cor. 1:27-28). No fue porque unos eran más sabios, o más piadosos, o lo merecían más, o porque le hubieran encontrado. Dios los llamó porque Él los escogió para salvación desde antes de la fundación del mundo (Rom. 8:30; Ef. 1:4-5). Como Él mismo dice, fue “por obra suya” (1 Cor. 1:30). Es por causa de Dios que estamos en Cristo. Y Él es hecho para nosotros sabiduría de Dios, y justificación, y santificación, y redención.
Dios escogió para demostrar que no es por lo que eres, haces, o piensas, sino que eres salvo porque Dios escogió, para que nadie se jacte en Su presencia (1Cor.1:29). La salvación es de Dios. Esta verdad esencial modela lo que hacemos como Iglesia, porque no ofrecemos un ministerio humanista centrado en satisfacer al hombre, sino un ministerio que exalta la soberanía de Dios para Su gloria.
La predicación es de Dios
El cristianismo posmoderno promulga la idea de que no necesitamos predicación. Dicen que los tiempos han cambiado y tal anticuado método ya no es atrayente ni pedagógico para la audiencia contemporánea. Es necesario alcanzar a las personas con nuevas técnicas y con un mensaje contextualizado al siglo que vivimos. Sin embargo, la Escritura afirma que la predicación es de Dios.
En primer lugar, es Dios quien define el contenido. Aun cuando los corintios estaban embelesados con la retórica y la elocuencia de las palabras (1 Cor.2:4), el apóstol Pablo no proclamó lo que deseaban oír, sino que nada se propuso saber “excepto a Jesucristo, y éste crucificado” (1 Cor. 2:1-2). Su misión fue predicar a Cristo, el evangelio, la cruz de Cristo (1 Cor. 1:17). Pablo no satisfizo a la audiencia con lo que ésta buscaba, sino que les predicó a Cristo crucificado aun cuando ese mensaje era repulsivo para la sociedad (1 Cor. 1:23).
En segundo lugar, es Dios quien define la forma. El apóstol no confiaba en su habilidad, oratoria o capacidad de convencer. De hecho, su predicación no fue “con palabras elocuentes” (1 Cor. 1:17) ni “con palabras persuasivas de humana sabiduría” (1 Cor. 2:3-4). Pablo se limitó a predicar, es decir a proclamar como un heraldo (1 Cor. 1:21, 23; 2:4). El heraldo debía vocear el mensaje tal y como lo había recibido, sin añadir sus propias opiniones. No debía adaptarlo a la audiencia para conseguir resultados, como hacían los oradores de la época.
Pablo predicó como heraldo y no esperó que sus palabras convencieran a la gente, sino que lo hiciera el poder del Espíritu Santo (1 Cor. 2:4). Porque es el Espíritu Santo quien convence y quien revela el entendimiento del evangelio (1 Cor. 2:14). Él usa la palabra de Dios para vivificar y traer fe al incrédulo (Rom. 10:17). De manera que la fe no sea fruto del convencimiento humano sino del poder regenerador de Dios por medio de Su Espíritu (1 Cor.2:5). La predicación es lo que Dios ha establecido.
Conclusión
Reconozcamos que Dios es soberano sobre Su Iglesia y por tanto Su sabiduría es superior. No necesitamos redefinir conceptos o integrar otras ideologías en el ministerio. Además, la salvación es obra de Dios para Su gloria. El hombre no es el centro del plan de Dios. Y finalmente, la predicación es el método de Dios, vigente y eficaz en el poder del Espíritu.
[1] James Montgomery Boice, Whatever Happened to the Gospel of Grace? Rediscovering the Doctrines That Shook the World (IL: Crossway, 2001), p. 21.