Uno de los sentidos que más pronto desarrollamos los seres humanos es el de la propiedad; esto es, el sentido de posesión que tenemos sobre un objeto o un bien material. Y esta realidad se pone de manifiesto desde que somos muy pequeños, ya que una de las primeras palabras que añadimos a nuestro vocabulario es “mío”. Con este posesivo, definimos los muchos o pocos bienes que vamos adquiriendo a lo largo de nuestra vida, y por eso hablamos de: mi trabajo, mi coche, mi casa, mi dinero, entre otros muchos “míos” que cada uno de nosotros poseemos. ¿Pero realmente son nuestros?
La Palabra de Dios nos instruye acertadamente acerca de a quién pertenece cada cosa que existe en el Universo: ‘He aquí, al SEÑOR tu Dios pertenecen los cielos y los cielos de los cielos, la tierra y todo lo que hay en ella (Deut. 10:14). Dios como creador y sustentador del Universo es el Dueño absoluto de todo lo que existe: ‘Del Señor es la tierra y todo lo que hay en ella, el mundo y los que en él habitan’ (Sal. 24:1). Este es el principio que la Biblia establece; que solo Dios realmente puede decir “mío” a todo cuanto existe.
Es importante tener clara esta realidad porque nos hace tener la perspectiva adecuada acerca de nuestros bienes materiales: Somos simples administradores que manejamos temporalmente los bienes que pertenecen a Dios y, por tanto, debemos hacerlo de una manera que le agrade, sometiéndonos en obediencia a los principios que Él ha establecido en Su Palabra y con un corazón alegre y agradecido. Este es un principio en el que Dios en el Antiguo Testamento instruyó a Israel, la nación que escogió para darse a conocer entre los demás pueblos, estableciendo en la Ley que Él entregó a Moisés, los principios y normas acerca de cómo ellos debían manejar sus posesiones y hacer sus ofrendas, de tal forma que les hiciera ser conscientes de que todo cuanto recibían provenía de Dios.
La Ley, establecía que debían entregar al Señor, tanto el primogénito de sus hijos; redimiéndole por medio de ofrecer un cordero y un ave, si era una familia con recursos, o con dos aves si eran pobres, como en el caso del Señor Jesús (Lev. 12:6-8); como el primogénito de sus ganados (Ex. 13:2); así como las primicias de la cosecha (Lev. 23:10). Igualmente, debían entregar al Señor para el sostenimiento de los levitas, el diezmo anual (diez por ciento) de todo lo que la tierra producía y de todo su ganado (Lev. 27:30). Además de este, existía un segundo diezmo anual de todos sus bienes que debía ser usado para la comida de adoración al Señor en el Santuario (Deut. 14:22). Y también cada tres años, debían hacer un diezmo especial a mayores, para el bienestar de los más desfavorecidos entre ellos: extranjeros, huérfanos y viudas (Deut. 14:28). Aparte de todo esto, estaban las ofrendas voluntarias que cada israelita podía ofrecer libremente al Señor. Lo que nos da un total de no menos de un 23 por ciento de todos sus bienes. Así que cuando hablamos del diezmo del Antiguo Testamento, esta es la cantidad en la que debemos pensar.
Pero debemos entender que el propósito de estas ofrendas no era que Dios necesitase algo de su pueblo, como les amonestaría más adelante, sino para que ellos fuesen conscientes de que sus ofrendas debían servir como recordatorio de a quien pertenecía todo cuanto ellos poseían: ‘Si yo tuviese hambre, no te lo diría a ti; porque mío es el mundo y su plenitud’ (Sal. 50:12).
Tampoco tenían el propósito de obtener el favor de Dios o adquirir algún mérito del que pudieran enorgullecerse, como creía el fariseo de la parábola que cuenta el Señor Jesús en el Evangelio de Lucas (Luc. 18:9-14); sino que debían desarrollar en sus corazones un sentido de gratitud y de honra hacia el Señor, quien les había rescatado de la esclavitud en Egipto y les hacía entrar en una tierra en la que iban a tener abundancia de bienes.
Una buena pregunta sería ¿son estas las leyes que deben determinar nuestra ofrenda?
La respuesta es no, ya que nosotros no somos parte de la nación de Israel, y por tanto no estamos bajo las estipulaciones del pacto mosaico, y no entramos en una relación con Dios por medio de la Ley dada a Moisés, sino que lo hacemos en el tiempo de la Iglesia por medio de Cristo. Pero sí aprendemos principios que son ratificados en el Nuevo Testamento, que son buenos indicadores de las características que agradan a Dios y deben definir nuestras ofrendas a este lado de la cruz.
El Nuevo Testamento no establece ninguna cantidad o porcentaje, pero sí instruye a los creyentes cristianos en que su ofrenda debe caracterizarse por la generosidad según Él nos haya bendecido (1 Cor. 16:2); que no debe provenir de lo que nos sobra, sino que debe ser sacrificada (2 Cor 8:3). Asimismo, debe hacerse de forma voluntaria siendo conscientes de que es un privilegio que el Señor nos da de participar en su obra (2 Cor. 8:4) y, sobre todo, como fruto de un corazón que ha sido transformado por el Evangelio y encuentra su satisfacción en Aquel que dio a su propio Hijo a nuestro favor y no en las cosas que uno posee (2 Cor. 9:12).
Los creyentes cristianos debemos hacer nuestras ofrendas guiados por los principios que el Nuevo Testamento establece, teniendo en mente que Dios ama al dador alegre (2 Cor. 9:7).