El Libro de los Mártires por John Foxe es una obra literaria que todo creyente debería de leer por lo menos una vez en su vida. Escrito por John Foxe hace más de 350 años, cataloga la biografía de cientos de creyentes a través de la historia de la iglesia que dieron su vida por causa de Cristo. Sus páginas recogen los testimonios de aquellos que se mantuvieron fieles al Señor hasta el punto de aceptar la muerte misma.
Una de estas historias es la de Jerónimo de Russell y Alejandro de Kennedy, dos protestantes ingleses que se mantuvieron firmes en lo que creían. Un día las autoridades religiosas arrestaron a Jerónimo y Alejandro por su posición doctrinal, teniendo Kennedy tan sólo dieciocho años de edad. Después de algún tiempo de sufrimiento en la cárcel, los dos hombres fueron llevados ante las autoridades para ser interrogados. Russell, siendo mayor, defendió sus convicciones al exponer la Escritura como fundamento de su creencia en que la salvación es por fe y no por obras. A pesar de la evidencia bíblica que Russell presentó, aquellos que les acusaban prevalecieron, condenando a Russell y Kennedy a muerte. A la mañana siguiente, Russell y Kennedy fueron conducidos desde sus celdas al lugar de su ejecución. Al ir caminando, Kennedy, siendo un hombre joven, comenzó a mostrar signos de miedo, ya que ambos sabían que el negar al Señor les salvaría la vida. Pero en ese momento Russell le animó rápidamente a mantenerse firme:
Hermano, ¡no temas! Mayor es el que está en nosotros, que el que está en el mundo. El dolor que estamos sufriendo es corto y momentáneo, pero nuestra alegría y consuelo nunca tendrán fin. Así que esforcémonos por entrar al gozo de nuestro Señor y Salvador por medio del camino recto que él ha puesto delante de nosotros. La muerte no puede hacernos daño, porque ya está destruida por Aquél por quien ahora vamos a sufrir.
John Foxe comenta lo siguiente acerca de la vida de estos dos hombres:
Cuando llegaron al lugar donde debían ser ejecutados, ambos se arrodillaron y oraron por algún tiempo; después de lo cual los sujetaron a la estaca y encendieron la leña. Ambos hombres entregaron sus vidas con alegría al poner su confianza en las manos de aquel que les dio la vida, teniendo la esperanza de una recompensa eterna en mansiones celestiales.
¿Cómo pudieron tener tanta calma al ser quemados vivos? ¿Por qué se sometieron voluntariamente a sufrimientos tan graves e inclusive a la muerte? La respuesta comienza con la doctrina bíblica de la esperanza. Se mantuvieron firmes al poner su mirada en Dios y en su fidelidad inquebrantable.
La esperanza bíblica cambia la forma en que vemos la muerte
En un año normal, más de 150 mil personas mueren cada día. Algunos por enfermedad, otros por delincuencia y otros por trágicos accidentes. A veces la muerte le llega a alguien que ya lo esperaba y otras veces la muerte es inesperada y repentina, el resultado de un golpe inesperado o un conductor ebrio. Pero no importa cómo, todos sabemos que un día será nuestro turno. La muerte es parte de la vida, y no hay escapatoria. Es comprensible que los que no son creyentes tengan miedo al pensar en la muerte, pues para ellos es el fin de todo lo que ven y aprecian. Los placeres de esta tierra, sus recursos y relaciones son todo lo que tienen. Al morir, pierden lo que han obtenido. Pero es triste cuando los que están en la iglesia abrazan este mismo tipo de perspectiva mundana. ¿Qué razón tiene el cristiano para temerle a la tumba? ¿No es la muerte la puerta al cielo? La Palabra de Dios es clara: la muerte ha sido derrotada por Cristo (1 Corintios 15:56-57). Cuando ponemos nuestra esperanza en las cosas de este mundo, la muerte sigue siendo nuestro enemigo más grande pues nos separa de los tesoros temporales que amamos. Pero cuando nuestra esperanza está correctamente en Dios, la muerte se presenta como un amigo bienvenido para llevarnos a casa.
Así que ¿cómo podemos tener una esperanza que no muere? Recuerda dos cosas:
- La esperanza observa la muerte como un comienzo, no un fin.
Para los creyentes la muerte es el comienzo de la eternidad en el cielo. La muerte no es el fin sino el comienzo de una existencia mucho mejor que cualquier cosa que podamos imaginar. En 2 Timoteo, la última carta que Pablo escribió antes de su ejecución, vemos como él vivía con esta certeza. El capítulo 4 indica que se dio cuenta de que su muerte era inminente (v. 6) y al mirar hacia atrás en sus años de ministerio, era consciente de que su vida estaba a punto de terminar (v.7). Sin embargo, Pablo ve hacia el futuro lleno de alegría y esperanza al saber de la recompensa en Jesucristo: «Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día» (v. 8). Pablo miró más allá del sepulcro y vio a Dios y las glorias del cielo. Y, sabiendo que Cristo ha vencido a la muerte (1 Cor. 15:20-28), ya no tenía nada que temer.
Fue John Owen, el gran puritano, que escribió en el lecho de muerte: «Yo todavía estoy en la tierra de los moribundos, pero espero pronto estar en la tierra de los vivientes.» Como Pablo, él entendió que la verdadera vida comienza cuando termine esta vida. La muerte es una puerta, no es un callejón sin salida. Para los hijos de Dios la muerte es la puerta que abre el cielo.
- La esperanza ve al Señor en medio del dolor
Nuestro Salvador ya ha vencido a la muerte. Cristo no nos pide que pasemos por algo que él nunca ha experimentado. Recuerda que él se levantó victorioso de la tumba (Hechos 2:32-33), por lo que podemos estar seguros de que nosotros también resucitaremos un día (1 Corintios 15:20). El Salmo 23:4 dice: «Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento». David, aun en medio de peligros de muerte, aprendió a mirar a al buen Pastor.
Alrededor de mil años más tarde, Ignacio, un conocido cristiano en la iglesia primitiva, demostró la misma confianza de David. Según la historia de la iglesia, Ignacio fue arrestado por el gobierno romano y ejecutado por ser cristiano. Pero poco antes de su muerte, escribió una carta a la iglesia en Roma en donde les escribe:
Que ninguna de las cosas visibles e invisibles sientan envidia de mí por alcanzar a Jesucristo. Que vengan el fuego, y la cruz, y los encuentros con las fieras, huesos dislocados, miembros cercenados, el cuerpo entero triturado, vengan las torturas crueles del diablo a asaltarme. Siempre y cuando pueda llegar a Jesucristo.
A Ignacio no le importó ser arrojado a fieras hambrientas o experimentar torturas insoportables, pues su esperanza estaba puesta firmemente en el Señor y fue eso lo que le mantuvo firme en medio de martirio. Él estaba dispuesto a soportar la muerte por amor a su Señor, al que pronto vería cara a cara.
Al considerar la muerte, nuestro enfoque debe estar en el Señor que en este mismo momento está en el Cielo esperándonos para recibirnos en gozo eterno (2 Corintios 5:8). La muerte es la puerta que nos introduce en la presencia de Cristo. Por eso Pablo pudo decir triunfalmente a los Filipenses: «Para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia.» Para aquellos que conocen al Señor Jesucristo, esta palabras del apóstol resumen tanto nuestro propósito para esta vida como nuestra esperanza de vida eterna.[1]
[1] Este artículo fue publicado originariamente en el blog de TMS. Puede consultar el artículo original aquí.