Sí. Este es un artículo sobre la vida de oración. El himno dice “Dulce oración…”, pero lo cierto es que la mayoría de los creyentes luchamos con la realidad de una vida de “amarga” oración. No estoy escribiendo este artículo porque soy un ejemplo de una vida vibrante de oración. No estoy sentado a la mesa con los que tienen una vida de oración ejemplar. Estoy en la mesa de los que anhelan fortalecer su vida de oración. Y desde la verdad de la Palabra de Dios, el conocimiento adquirido de algunos excelentes libros acerca de la oración, y mi propia y pobre experiencia, me gustaría responder con humildad a esta pregunta: ¿Por qué nos cuesta tanto orar?
Primero, porque no entendemos bien qué es la oración. Porque oramos con el propósito de adquirir algo a cambio. Somos pragmáticos. Usamos la regla de que “mi oración es igual a tener lo que quiero tener”. Cuando pensamos en la oración de esta manera, nos alejamos de la esencia de lo que Juan Calvino describió como “el ejercicio primordial de la fe”. En vez de ejercer y ejercitar lo que el Evangelio nos enseña, ritualizamos un privilegio para convertirlo en una “obra”, algo que nosotros “hacemos”, que nos reporta algo que “creemos” que necesitamos. Pero el Evangelio nos recuerda que, en Cristo, tenemos comunión con el Padre (Hebreos 10:19-23). Esa es la clave, y esa es la esencia de la oración: Tener comunión con el Padre. Es por eso que, aunque no es un mandato bíblico inclinar el rostro y cerrar los ojos para orar, muchos de nosotros lo hacemos, para apartarnos de toda distracción, y conversar con Aquel que es Espíritu. Aquel que nos oye y nos presta atención cuando nunca hemos merecido ni Su atención ni Su provisión.
Segundo, nos cuesta orar porque somos pecadores. Aunque el creyente es una nueva criatura en Cristo, lucha continuamente con la realidad del pecado a su alrededor y “en sus miembros”, como explica el apóstol Pablo (Romanos 7:23). La lucha con nuestra tendencia pecaminosa a la independencia y auto suficiencia es un asalto feroz a nuestra vida de oración. Como solemos decir, la oración se convierte en nuestro último recurso, cuando ya hemos agotado todo recurso personal. La oración no nos es algo “natural”. Y esto debe ayudarnos a recordar que requiere esfuerzo. Como dijo el gran predicador del siglo pasado, Martyn Lloyd-Jones, “Algunas veces pensamos que la oración es sencilla, pero no lo es. Los grandes santos de todos los tiempos han estado de acuerdo al decir que una de las cosas más difíciles es aprender cómo orar.” Y el gran predicador de este siglo, John Piper, afirma que, “Mientras no sepas que la vida es una guerra, no podrás saber la razón de la oración.” Este ejercicio primordial de nuestra fe nos fortalece en nuestra dependencia de Dios, en nuestra lucha contra el pecado que aún nos asedia, en nuestra firmeza ante un enemigo que lucha con todos sus medios para que no busques constantemente a Aquel que te afirma y te sostiene.
Y tercero, nos cuesta orar porque no ponemos nuestra mirada en Cristo. ¡Qué gran ayuda es nuestro Señor en nuestro anhelo de fortalecer nuestra vida de oración! Si los discípulos le dijeron, “Enséñanos a orar” (Lucas 11:1), ¿Cómo no vamos a poner nosotros nuestra mirada en el ejemplo de Jesús? En Su ejemplo Él nos revela a un Padre amoroso; Jesús les dijo a Sus discípulos en Lucas 11 que si ellos, siendo malos, eran capaces de dar cosas buenas a sus hijos, ¿Cuánto más el Padre de quien sólo vienen buenas dádivas? ¿Cuánto más de Aquel en quien “no hay cambio ni sombra de variación”? (Santiago 1:17). Esto es algo sumamente asombroso, que podemos llamar a Dios “nuestro Padre”, y que, como Él mismo afirma a través del profeta, “¿Puede una mujer olvidar a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaré.” (Isaías 49:15) El Señor Jesús también nos apunta con Su ejemplo a un Padre fiel, y es por eso que afirma: “Todo lo que pidáis en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo.” El Señor está tan seguro de la fidelidad del Padre, que no tiene problema en poner Su propio nombre como garantía. Así somos animados a orar buscando la buena voluntad de un Padre amoroso y fiel.
Y, por supuesto, el Señor Jesús nos ayuda con Su propia vida de oración; el modelo que nos dejó en sus oraciones “planeadas”, cuando apartaba tiempo específico para orar por motivos específicos, y en sus oraciones “espontáneas”, cuando se dirigía al Padre en un momento y situación particular. Ambos ejemplos nos ayudan a fortalecer nuestra vida de oración, disciplinándonos para establecer una rutina de oración planeada, y para ejercitar una vida de oración espontánea.
Igual piensas que hay muchos que están sentados en la mesa de los que son ejemplo de una vida de oración constante y consistente, pero quiero recordarte que la mayoría de los creyentes luchamos con tener esa vida de oración. Incluso aquellos que consideramos héroes de la fe lucharon con esta dificultad. Se cree que Lutero era uno de estos grandes ejemplos, por una anécdota apócrifa que cuenta que se levantaba muy temprano para orar por tres horas, cuando tenía un día de mucho trabajo. Pero la realidad es que, como le escribió en una ocasión a su colaborador Felipe Melanchthon, Lutero también luchaba con su falta de oración ferviente… “ocho días ya han pasado en los que no he escrito nada, ni he estudiado ni orado nada…” escribió una vez.
No quiero decir que, “mal de muchos, consuelo de todos”. Quiero decir que todo creyente debe esforzarse por poner su mirada en Cristo, para así fortalecer su vida de oración. Así que, tengamos ánimo, examinemos nuestra actitud, y entreguémonos con devoción a una vida de vibrante oración.