¿Por qué no somos arrebatados inmediatamente a la presencia de Dios en el instante de nuestra salvación? Si la cruz garantiza de manera eficaz la glorificación del creyente (Rom 8:29-30) ¿para qué seguir viviendo en este planeta de pecado y dolor tras ser salvados? Alguno podría responder: “seguimos en esta tierra para ser santificados.” Sin embargo, por muy importante que sea la santificación progresiva, ésta no constituye un paso previo necesario para llegar a la glorificación. En tal caso, el ladrón en la cruz, quien falleció cuando fue salvado, no habría podido entrar en la gloria de Dios, porque por razones obvias, careció del tiempo necesario para crecer en santidad. Pero, aun así, Jesús le prometió que ese mismo día, el día de su salvación y de su muerte, estaría con Él en el paraíso (Luc 23:43). Así que, si Dios no necesita dejarnos en esta tierra para prepararnos para nuestra glorificación, ¿cuál es la razón por la que todavía no estamos con Cristo?
La respuesta sería que de momento Dios no nos ha llevado a Su presencia, para que podamos hacer discípulos de Cristo en esta vida (Mat 28:19-20). De hecho, hacer discípulos debería definir nuestra existencia como cristianos, en palabras del escritor Oswald J. Smith: “Si una iglesia no considera cómo involucrarse en la Gran Comisión ha renunciado a su derecho de existir.”[1]
Dios ha ideado que el ser humano se salve por la proclamación del evangelio (1 Cor 1:21, Rom 1:16). Por lo que nadie nacerá de nuevo sin la Palabra de Verdad (Sant 1:18). Y a su vez, nadie podrá creer en el mensaje de Cristo si nunca lo ha escuchado (Rom 10:14). Curiosamente, la responsabilidad de predicar este mensaje ha recaído sobre los hombros de aquellos a quienes Dios ha salvado (2 Cor 5:18-21). Por lo tanto, ¿por qué seguimos en esta tierra tras nuestra salvación? Porque tenemos que predicar el evangelio que hemos creído.
Ahora bien, aunque la gran mayoría de los cristianos estarían de acuerdo con que nuestra misión es hacer discípulos, no todos viven exclusivamente para predicar el evangelio. ¿A qué se debe tal desconexión entre nuestro propósito y su puesta en práctica? ¿Por qué no evangelizamos como deberíamos? A raíz de Mateo 28:18-20, podemos identificar dos respuestas a este problema: no predicamos el evangelio porque nos hemos olvidado de la autoridad de Cristo, y de Su presencia con nosotros.
La base del mandato en Mateo 28:19 “Id pues, y haced discípulos de todas las naciones…” está fundamentada en el versículo 18 del mismo capítulo: “Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra.” Si Jesús no hubiese recibido esta autoridad sobre toda la Creación no tendríamos ningún derecho a hacer discípulos. El texto no da lugar a dudas, Su autoridad es absoluta. No existe ser celestial ni terrenal que se escape a Su dominio. Sólo Jesús tiene un nombre ante el cual se postrará toda rodilla (Fili 2:9-10). Sólo Él está sentado a la diestra de la Majestad (Mat 22:44). Sólo Él volverá para reinar desde el trono de David (Sal 132:11). Sólo Él someterá a las naciones bajo su yugo (Sal 2:8-9). Sólo Él destruirá a Sus enemigos (1 Cor 15:25). Cristo posee toda autoridad, y es esa realidad la que nos obliga a cumplir la Gran Comisión porque no hay otro ser en toda la Creación que pueda anular Su mandato de hacer discípulos. El predicador inglés Spurgeon lo expresó magistralmente: “Hermanos la iglesia, tenga el permiso de los gobernantes o no, las leyes lo prohíban o no, posee el derecho en todo lugar de predicar a Cristo, porque Él tiene toda autoridad, y Él la ha enviado a hacer discípulos.”[2]
¿Por qué debemos predicar el evangelio y hacer discípulos? Porque Jesús nos lo ha ordenado. Es así de sencillo, si no evangelizamos, en última instancia, nos estamos rebelando contra la autoridad de Cristo. No obstante, no siempre nos quedamos callados porque seamos ignorantes de Su autoridad. En ocasiones, no proclamamos el evangelio porque nos hemos olvidado de Su presencia.
Jesús termina el pasaje de la Gran Comisión diciendo: “y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo,” (Mat 28:20). La presencia de Cristo debería ser razón más que suficiente para que el creyente moviese cielo y tierra con tal de predicar a Jesús una vez más. Su presencia para el cristiano no es amenazadora, sino que es capacitadora, es una fuente absoluta de confianza y seguridad, que nos prepara para llevar acabo Su voluntad.
¿Cómo es que nosotros, débiles y cobardes, podemos hacer discípulos de todas las naciones, bautizándolos y enseñándoles a obedecer a Cristo? Porque Jesús promete que nunca nos dejará. Él está con nosotros capacitándonos para llevar acabo la Gran Comisión. La fuente del poder que necesitamos para predicar el evangelio está al alcance de nuestra mano, gracias a que Jesús dijo: “yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.”
En conclusión, ¿por qué no nos lleva Dios al cielo cuando nos salva? Porque nos ha encomendado la Gran Comisión. Si somos salvos no tenemos excusa para dejar de anunciar el mensaje de la salvación, la autoridad de Cristo nos obliga a obedecer ese mandato, y Su presencia nos anima a cumplir esa misión. Es precisamente por esto mismo, dice John Piper, que sólo tenemos dos opciones: “o bien hacemos discípulos, o bien desobedecemos a Cristo.”[3]
[1] Oswald J. Smith citado en Marvin J. Newell, Expect Great Things: Mission Quotes That Inform and Inspire (Pasadena: William Carey Library, 2013), 257.
[2] C. H. Spurgeon, “The Missionaries’ Charge and Charta,” en The Metropolitan Tabernacle Pulpit Sermons (London: Passmore & Alabaster, 1861), 7:286.
[3] John Piper, Brothers, We Are Not Professionals. A Plea to Pastors for Radical Ministry (Nashville, TN.: B&H Publishing Group, 2013), 219.