Las amistades son una parte integral de nuestras vidas como seres humanos. Pero son como el juego de Golf: Cualquiera puede jugar (machacando y azotando la pobre pelota hasta que se pierda entre los árboles), pero jugar bien requiere habilidad, práctica, y sobre todo, trabajo duro. Y por supuesto un buen entrenador. Así es con las amistades. Es fácil, en general, hacer amistades, pero para formar relaciones profundas, y sobre todo bíblicas, se requiere un trabajo arduo, una realidad que un “entrenador” experto reconoció hace ya varios años.
No hablo de estos expertos modernos con sus técnicas y “consejos” para formar amistades profundas, sino de un experto en las amistades que vivió a finales del cuarto siglo y principios del quinto, que escribió con amplitud sobre las amistades. Hablo de Agustín de Hipona. Agustín reconoció que hay un tipo de amistad fácil (o superficial) “que surge del hábito de vivir juntos, charlar juntos, pasarlo bien juntos…Y este tipo de amistad es honesto y bueno…”[1] Esta es la amistad fácil, cualquier puede jugar a este nivel. Pero tristemente esta es también la amistad que se pierde entre los árboles de los años, las pruebas o los cambios. ¿Y cuántas veces hemos experimentado este tipo de amistad temporal, y superficial?
La verdadera amistad
Pero Agustín escribe también de otro tipo de amistad, una amistad profunda y con sustancia. Y según Agustín, estas son las amistades que se centran, no en la política, no en el deporte, no en algún tema común, ni en “compartir la vida juntos”, sino que se centran en Dios. Y la razón es porque en una amistad profunda ambas personas desean lo mejor el uno para el otro. Este mismo autor, reflejando la enseñanza de Cristo en Mateo 7:12, 22:39, dice: “este es la regla del amor: que el bien que deseamos para nosotros, lo deseamos también para nuestro prójimo…” En otras palabras, si amas a tu amigo, buscarás hacerle lo que deseas que te haga a ti, actuando con fidelidad, bondad, y amor. Pero en su texto él lleva esta idea a su clímax, a la cima de amor en las amistades, al continuar diciendo que “…Todos los que aman a Dios también lo desean para todos.”[2]
En otras palabras, el que conoce a Dios, que tiene vida eterna en Dios (Juan 17:3), que tiene comunión con Dios (1 Juan 1:3), y que sabe que “En Tu presencia hay plenitud de gozo; en tu diestra deleites para siempre” (Salmo 16:11), deseará que su amigo también experimente este gozo de conocer estos deleites en Dios. Quien sabe que la gloriosa realidad del propósito de Dios para los suyos es nuestra conformidad a la imagen de Su Hijo amado y glorioso Jesucristo, también busca este fin en su amigo. La cima del amor es buscar el mayor bien para tu amigo, y Dios es ese mayor bien. Tener comunión con Dios es el mayor bien que puedes desear para tu amigo, y ese es el centro de la verdadera amistad.
Pero tener comunión con Dios también es el camino a la profunda comunión en una amistad. Esta realidad se ve en como el apóstol Juan escribe a sus hermanos en Cristo “para que vosotros tengáis comunión con nosotros” (1 Juan 1:3). Pero, ¿cómo es esta comunión? “y en verdad nuestra comunión es con el Padre y con Su Hijo Jesucristo”. La comunión que tenemos el uno con el otro es a causa de nuestra unión con Dios y el Señor Jesús por el Espíritu. Es lo que Jesús dice, orando al Padre en Juan 17:21, le pide: “Como Tú, oh Padre, estás en mí y Yo en Ti, que también ellos estén en nosotros.” Como creyentes, tenemos una comunión profunda y espiritual con el Dios viviente, y en unión con El, también la tenemos el uno con el otro. Y esta unión es el fundamento para toda amistad profunda. Una vez más, como dice Agustín: “No hay verdadera amistad si no se suelde entre almas que se aferran la una con la otra por el amor derramado en sus corazones por el Espíritu Santo”.[3] La unión con Dios es el centro de comunión profunda en amistades entre creyentes.
Amistades con no creyentes
Esto no significa que no puedes tener una amistad significativa con un incrédulo, pero aun esta amistad con un incrédulo se centrará en Dios. “Solo amas a tu amigo en verdad cuando amas a Dios en tu amigo, o porque Dios ya está en él, o para que Dios esté en él.”[4] Si amas a tu amigo creyente, buscarás que crezca en Dios. Si amas a tu amigo no creyente, buscarás que conozca a Dios, para que “Dios esté en él.” “Este es el verdadero amor”[5]. Si amas a tu amigo incrédulo, buscarás sobre todo que él conozca a Dios y que tenga comunión con Él, y con nosotros.
Pero ¿en la práctica?
En la práctica, ¿cómo fomentamos esas amistades profundas con otros creyentes que van más allá de “vivir juntos, charlar juntos, y pasarlo bien juntos”? ¿Cómo podemos tener, y ser, un amigo que es “más unido que un hermano” (Proverbios 18:24)? La Palabra de Dios es clara al respecto: Si amas a tu hermano, harás el trabajo arduo de buscar su crecimiento en su conocimiento de Dios y su semejanza al Hijo de Dios. “sino que hablando la verdad en amor, crezcamos en todos los aspectos en aquel que es la cabeza, es decir, Cristo” (Efesios 4:15). Formar relaciones profundas que buscan el mayor bien para el amigo requiere, principalmente y prioritariamente, que hablemos la verdad de Cristo en amor, para que nuestro amigo crezca en semejanza a Cristo.
En las conversaciones con tus amigos de esta semana, tendrás oportunidades de hablar de futbol, de política o de un millar de temas. Pero amar a tu amigo en verdad requiere que tú le hables la verdad en amor, para que él crezca en semejanza a Cristo. Esto puede resultar incómodo, y no ser la práctica y norma en tu amistad. Se trata de un reto, pero es el camino a amistades profundas, verdaderas amistades que se centran en Dios.
[1] Sermon 385.3
[2] On True Religion, 87
[3] Confessions V.19
[4] Sermon 336.2
[5] Sermon 336.2