El libro de Génesis sitúa a Adán y Eva en un paraíso de hermosura sin parangón. Dios, a lo largo de cada uno de los seis días de la creación, preparó un hábitat de ensueño, donde el ser humano disfrutaría de perfecta comunión con Él. Sin embargo, todo se vino abajo cuando el hombre desobedeció al comer el fruto que tenía prohibido.
Dios no sólo los expulsó del huerto del Edén, privándoles de la única relación que los iba a satisfacer plenamente, esto es, la relación con el Creador, sino que también los condenó a morir. No sin antes, haber impuesto sobre ellos un recordatorio continúo de su desobediencia. Por un lado, la mujer sufriría terribles dolores al dar a luz el fruto de la vida (Gén 3:16), y por el otro, el hombre agonizaría para obtener el fruto de la tierra necesario para sostener esa vida (Gén 3:19). En medio de este deprimente panorama irrumpió la promesa de la simiente. Dios no dejaría al hombre sin esperanza, el pecado no tendría la última palabra. El Creador prometió que la simiente de la mujer aplastaría la cabeza de la serpiente (Gén 3:15).
El lenguaje de Génesis 3:15 es sorprendente. En el proceso natural de la concepción, el hombre proporciona la simiente, mientras que la mujer la recibe y concibe. No obstante, en este caso, la simiente no es de varón sino de mujer, algo totalmente contra natura. Además, a pesar del énfasis colectivo de la palabra “simiente”, quien vencerá será un individuo. Dios no habló en plural, afirmando que ellos acabarían con la serpiente, sino que dijo: “él [un hombre] te herirá en la cabeza.”
Adán y Eva entendieron la peculiaridad de esta promesa, y estaban expectantes de su cumplimiento. De hecho, Eva pensó que Caín sería la simiente. En Génesis 4:1 después de su nacimiento, dice: “he adquirido varón con la ayuda del Señor,” literalmente, “he formado un varón con Yahvé.” Curiosamente el texto afirma que Adán conoció a Eva, pero las palabras de esta mujer manifiestan que pensó que Caín procedía de Dios y no el hombre. El resto del relato confirma que Caín no pudo ser la simiente esperada porque no fue capaz de dominar el pecado (Gén 4:7-8). Abel, tampoco fue esa simiente, ya que murió asesinado sin antes haber aplastado a la serpiente.
Tiempo después, Eva dio a luz a otro niño, a quien llamó “Set,” y la razón fue que, según ella, Dios se lo había dado en lugar de Abel. Pero, a diferencia de Caín y Abel, no lo describió como un “varón” sino que usó la palabra “simiente” (Gén 4:25), indicando que pensó que Dios le había dado la simiente de Génesis 3:15. Lamentablemente, el relato continúa y en Génesis 5:8 se describe que Set murió.
Así pasaron aproximadamente 900 años durante los cuales el ser humano se fue corrompiendo hasta niveles inimaginables (Gén 6:1-5). En medio de esta maldad nació Noé. Lamec, su padre, le llamó así porque creía que les daría descanso de la maldición sobre la tierra (Gén 5:29). Al aludir al lenguaje de Génesis 3:17-19, muestra que pensó que Noé llegaría a revertir los efectos de la maldición de la Caída, es decir, que sería la simiente de Génesis 3:15. El problema es que, tan pronto como salió del arca, se emborrachó y pecó (Gén 9:21, 24), por lo que, una vez más, no pudo ser la simiente.
A partir de este momento, el relato de Génesis deja al lector con la impresión de que los hombres perdieron la fe en la promesa de Dios. Hasta tal punto que, si Dios no iba a descender para ayudarles contra la serpiente, ellos construirían una torre, la torre de Babel, que les permitiría llegar a Él sin la intervención de la simiente. Esta osadía les costó cara, Dios confundió los idiomas y los dispersó por toda la tierra (Gén 11:1-9).
A pesar de este aparente contratiempo, Dios no se olvidó de Su promesa en Génesis 3:15, y llamó al pagano Abram de entre una nación pagana, y le prometió que en su simiente serían benditas todas las familias de la tierra (Gén 12:1-3). No obstante, su mujer Sara no podía tener hijos (Gén 16:2; 18:11; 19:12), aunque esto no supuso un problema para Dios, quien confirmó que la promesa vendría por medio de ella (Gén 19:10; 14). Y así sucedió, Abraham y Sara fueron padres de Isaac en su vejez (Gén 21:1-7).
Posteriormente Dios reafirmó la promesa de la simiente con el hijo de Abraham, Isaac (Gén 26:1-5). Pero, los problemas volvieron. Isaac se casó con Rebeca quien resultó ser estéril (Gén 25:21). Él oró por ella y Dios oyó su oración (Gén 25:20-21). Tras esperar veinte años dio a luz a Jacob (Gén 25:26), el padre de la nación de Israel y de la tribu de Judá de quien vendría la simiente prometida (Gén 49:10).
Poco después, Judá puso en riesgo el cumplimiento de esta promesa. Se juntó con mujeres cananeas y comenzó a tener hijos con ellas (Gén 38:1-5). Esta tribu podría haber llegado a desaparecer, y, por ende, la simiente no habría salido de Judá. Sin embargo, Dios obró por medio de la obediencia de José, y llevó a la familia de Israel a Egipto para protegerlos de la influencia cananea (Gén 39-50).
El resto del Antiguo Testamento desarrolla, por un lado, el establecimiento de la nación de Israel y la monarquía davídica en preparación para la llegada de la simiente. Y, por el otro, la paciente fidelidad de Dios al preservar a Israel para garantizar que un día la virgen daría a luz al bebé cuyo nombre sería Dios eterno (Isa 9:6).
Dios ha movido los hilos de la historia para que, tal y como planeó desde la eternidad, en el momento oportuno (Rom 5:6), Jesús, el Verbo, se encarnase, y viniese con un cuerpo preparado para morir (Rom 8:3), y salvar a los hombres (Juan 9:56). Él es la simiente de la mujer, el cumplimiento de Génesis 3:15, sólo Él aplastó y destrozó la cabeza de Satanás.
Jesús fue ese niño que nació de la virgen María, concebido por el Espíritu Santo y no por un varón, porque fue la simiente prometida a Adán y Eva. El descendiente de Abraham y Sarah, hijo de Isaac y la estéril Rebeca, nacido de Jacob y Raquel, y de su hijo Judá, de quien nunca se apartaría el cetro. Él es el hijo de David, el conquistador que se manifestó para deshacer las obras del diablo (1 Juan 3:8), el León que lo ha echado fuera (Juan 12:31) y ha juzgado (Juan 16:11). Jesús ha vencido, y por eso posee la autoridad de abrir el libro que condenará para siempre a la Serpiente Antigua (Apo 20:7-10), la muerte (Apo 20:14), y el pecado (Apo 22:3).