El Dios, cuya mente infinita y trascendente se escapa a nuestra comprensión, se ha revelado de tal modo que criaturas mortales como nosotros podamos llegar a disfrutar de verdadera comunión con Él. Teológicamente hablando, esta revelación divina se divide en dos categorías: revelación general (creación [Rom 1:20], providencia [Mat 5:45; Hechos 14:15-17; 17:26-27] y conciencia [Rom 2:14-16]), y revelación especial (milagros [Salmo 103:7], teofanías [Éxo 3:1-6], visiones [Apo 1:10-11], sueños [Dan 2:1, 36]; ángeles [Mat 1:20; 3:20], la Encarnación [Heb 1:1-2] y la Escritura [2 Tim 3:16; 2 Ped 1:19-21]). Ya de antemano, es necesario aclarar que es imposible explicar detalladamente ambas revelaciones en una breve entrada de blog. De hecho, ese no es el propósito de mis palabras. Mi meta es corregir un error que en ocasiones se comete al hablar de la revelación general, en particular de la conciencia.
La Escritura es clara: Dios se ha dado a conocer al hombre por medio de la conciencia de tal forma que el ser humano no tiene excusa ante Él (Rom 1:32; 2:1, 14-16). Sin embargo, el problema surge al responder a la pregunta: ¿cómo es que la conciencia acusa al pecador? La respuesta generalizada y errada (o al menos eso argumentaría yo) es: porque Dios ha escrito Su ley en los corazones de los hombres (Rom 2:14).
Esta afirmación plantea un reto teológico irreconciliable con el resto de la Palabra. Una de las promesas exclusivas del Nuevo Pacto es que Dios dará un corazón nuevo a quienes se hayan refugiado bajo la sangre de Cristo (Mat 26:28). Este corazón será sensible y obediente a la dirección divina gracias a que el Espíritu Santo vendrá a morar en los participantes del Nuevo Pacto y escribirá la Ley de Dios en sus corazones (Eze 36:36-37). Por lo que, si afirmamos que la conciencia que condena al incrédulo consiste en la Ley de Dios escrita en su corazón, estaríamos declarando que el Espíritu Santo mora en él, sus pecados fueron perdonados, y es un participante más del Nuevo Pacto (Jer 31:34). No obstante, tal afirmación nos convierte necesaria y lógicamente en universalistas, ya que implicaría que todo ser humano nace regenerado y perdonado.
Aun así, he de reconocer que defender una postura teológica porque su posición contraria sea problemática, no constituye un argumento definitivo. En este caso, el golpe sobre la mesa viene dado por el texto bíblico. El versículo clave que se usa para defender que el incrédulo tiene una conciencia informada por la Ley de Dios escrita en su corazón es Romanos 2:15: “ya que muestran la obra de la ley escrita en sus corazones, su conciencia dando testimonio, y sus pensamientos acusándolos unas veces y otras defendiéndolos.” Sin embargo, es necesario hacer una observación sintáctica importante. La frase “de la ley” modifica a “obra” y no a “escrita.” De tal modo que, lo que ha sido escrito no es “la ley” sino la “obra.” Esta relación es todavía más obvia en el idioma original. La palabra “escrita” es un adjetivo y como tal debe usar el mismo caso que el sustantivo al que cualifica. En este caso en concreto, la palabra “obra” aparece en acusativo, al igual que el adjetivo “escrita” mientras que “de la ley” es genitivo. Por tanto, lo que ha sido escrito no es “de la ley” sino la obra. Ahora bien, si esto es así, y no se trata de la “Ley de Dios” sino de la obra de la ley escrita en los corazones de los incrédulos la pregunta surge: ¿qué es esa obra?
El contexto de este pasaje nos ayudará a responder. La sección de Romanos 2:1-16 viene gobernada por el último versículo del capítulo 1: “los cuales, aunque conocen el decreto de Dios, que los que practican tales cosas son dignos de muerte, no solo las hacen, sino que también dan su aprobación a los que las practican” (Rom 1:32). Pablo usa este versículo de manera doble. Por un lado, es un resumen que concluye la sección anterior (Rom 1:18-31), y por el otro, constituye una lanzadera temática para la siguiente (Rom 2:1-16).
Este versículo declara que los incrédulos son “dignos de muerte” porque no reconocieron a Dios, y, por tanto Dios los ha entregado a una mente depravada para hacer lo malo (Rom 1:29-31). La frase “aunque conocen el decreto de Dios” resulta interesante, al menos por dos razones. Primero, porque describe quienes tienen este conocimiento: “los cuales” es decir, son todos los hombres llenos de injusticia, maldad, avaricia, despiadados, etc., que se mencionan en los versículos anteriores. Y segundo, porque a pesar de su maldad son conocedores de este decreto el cual se describe en la segunda mitad del versículo: “que los que practican tales cosas son dignos de muerte.”
El ser humano sin Cristo nace no sólo sabiendo que hay un Dios creador (Rom 1:20), sino que también conociendo que todo el que peca merece sufrir la paga por el pecado, porque ese es el “decreto” (singular) de Dios. Con esto en mente, Pablo comienza a explicar en el capítulo 2, cómo es que tanto los judíos bajo la Ley de Moisés, y los gentiles sin la Ley, son culpables ante Dios, y por ende dignos de morir. En medio de esa discusión Pablo escribe que “la obra de la ley” ha sido escrito en sus corazones. Esa obra es una obra singular y “par excellence.” Esa singularidad y exclusividad a la luz del contexto y la frase “el decreto de Dios” me lleva a concluir que “la obra de la ley” es la obra negativa y singular de la ley. Esto es, el mandato exclusivo que afirma que toda alma que pecaré morirá. Pablo desarrollará esta idea en Romanos 6:26 (la paga del pecado es muerte) y Romanos 8:3-4 (Jesús vino a cumplir “el requisito de la ley” [también singular], y que según el versículo 4 es morir por el pecado).
Por tanto, volviendo a la pregunta inicial, ¿cómo es que la conciencia acusa al incrédulo? La respuesta no debería ser porque nace con la Ley de Dios escrita en su corazón, sino porque sabe, y no cuenta con ninguna excusa para negarlo, que es digno de muerte. Parece mentira, pero el ser humano es consciente de que es culpable ante Dios y merece recibir la justicia divina en toda su ira, sin freno ni sosiego. Este conocimiento debería llevarlo de inmediato a los pies de la Cruz y suplicar que la gracia divina le conceda la justicia justificadora de Cristo. Sin embargo, tal y como Romanos 1:18 afirma, el incrédulo ahoga la verdad de Dios, hasta tal punto, que se convence a sí mismo de ser bueno y no merecer la muerte. ¡Gloria a Dios que ha enviado a Su Espíritu para hacer lo que para nosotros es imposible: convencer al impío de su pecado de incredulidad! (Juan 16:8-9).