Cada año por estas fechas nuestras ciudades se llenan de adornos, luces y anuncios publicitarios que anticipan y anuncian la llegada de las fiestas navideñas. Pero, lamentablemente, ninguna de estas cosas alude a la realidad gozosa y salvadora de que lo que se celebra es el nacimiento del Hijo de Dios, encarnado en la persona de Jesús de Nazaret. Esta indiferencia que nuestra sociedad expresa hacia la persona de Jesús no es muy diferente a la acogida que tuvo en la época en la que Él nació ya que: ningún heraldo real lo anunció, ningún palacio lo acogió, y su madre tuvo que dar a luz en un establo, porque no había lugar para ellos en el mesón (Lucas 2:7).
Sin embargo, unos pocos tuvieron la oportunidad de oír cosas asombrosas y maravillosas acerca de lo que implicaba que ese bebé, al que sus padres siguiendo las instrucciones que recibieron del ángel llamaron Jesús (Mateo 1:21), naciera en este mundo. Y son esas palabras pronunciadas tanto por voces angelicales como humanas, las cuales proclamaron las bendiciones que ese nacimiento implicaba para todos los seres humanos, a las que debemos prestar atención y escuchar; las que realmente pueden hacernos entender y darnos la perspectiva adecuada acerca de lo que celebramos en estas fechas: el nacimiento del Salvador.
Desde que en el jardín del Edén el hombre y la mujer desobedecieron a Dios y pecaron, todos sus descendientes nacemos afectados por el pecado, de tal manera que desde nuestra concepción somos culpables delante de Dios, como el Rey David reconoció “He aquí, yo nací en iniquidad, y en pecado me concibió mi madre” (Salmo 51:5). La única esperanza ante esta terrible situación procede de la promesa de Dios, quien desde que el pecado entró en el mundo anticipó que un descendiente de la mujer revertiría las consecuencias que el pecado ha acarreado, no solo a la raza humana sino a toda la creación (Génesis 3:15). Esta promesa fue ratificada a Abraham (Génesis 12:3), posteriormente al Rey David (2 Samuel 8:12-13), y descrita en todos sus detalles por los profetas, para que cuando llegará el momento todos pudieran reconocer al Ungido de Dios, tanto por su linaje, como por su procedencia.
Son estas realidades y promesas de Dios, a las que hacen alusión las declaraciones tanto de ángeles como de personas en el momento del nacimiento de Jesús, las que nos pueden dar la perspectiva adecuada acerca de las implicaciones que tiene para nosotros el nacimiento que tuvo lugar hace más de 2000 años, y las que realmente van a hacer que nuestro gozo y alegría estén arraigados en el nacimiento de Jesús y no en las celebraciones, regalos o comidas típicas de estas fechas.
Con el anuncio del nacimiento la larga espera ha terminado y la luz llega “a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte”, como profetiza Zacarias el padre de Juan el Bautista (Lucas 1:79). El mismo Señor Jesús afirmó y confirmó esta verdad “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8:12). El prometido a Abraham para liberar a su pueblo de sus enemigos y concederle que “le sirva sin temor en santidad y justicia todos sus días”, como afirma nuevamente Zacarias (Lucas 1:73-75) ha irrumpido en la historia y va a realizar con éxito su obra de redención “Él igualmente participó de lo mismo (carne y sangre), para anular mediante la muerte el poder de aquel que tenía el poder de la muerte, es decir el diablo, y librar a los que por el poder de la muerte, estaban sujetos a esclavitud durante toda la vida” (Hebreos 2:14-15)
El heredero legitimo del trono de David ha venido para mostrar sus credenciales, tanto por su filiación divina como humana: “Será llamado Hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de su padre David” (Lucas 1:32); como por la longevidad y la rectitud de su reinado “Y reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin” (Lucas 1:33); ambas realidades anunciadas por el ángel Gabriel a María. Y hasta el día no muy lejano en que Él tome posesión del trono físico de su ascendente regio, su Padre Divino le ha sentado a su diestra y le ha exaltado por encima de todo y todos y le ha dado un nombre sobre todo nombre para que todos doblemos nuestras rodillas y confesemos que Él es Señor (Filipenses 2:9-11)
Oír y prestar atención a las palabras que rodearon el nacimiento de Jesús, nos dan la certeza de que Dios ha cumplido sus promesas y en un acto inaudito de amor y generosidad, ha enviado a su propio Hijo, a su Unigénito, a tomar forma de siervo haciéndose semejante a los hombres, para por medio de su obra de redención remediar y poner fin a la separación que el pecado había ocasionado entre el Creador y sus criaturas y salvar de la condenación eterna a todos los que confiesen su pecado y pongan su fe en el Hijo. Esto fue confirmado por un ángel a José acerca del hijo que su mujer había concebido del Espíritu Santo “Porque Él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21), y fue el anuncio que oyeron los humildes pastores del ángel que les anunció este nacimiento “He aquí os traigo nuevas de gran gozo que serán para todo el pueblo; porque os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor” (Lucas 2:10-11).
Asi que todos los que hemos puesto nuestra fe en Jesús como el Cristo y el Salvador, podemos unirnos al coro angelical y exaltar a Dios cantando con gozo “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz entre los hombres en quienes Él se complace” (Lucas 2:14); ya que en estos días podemos celebrar que: ¡JESUS YA NACIÓ!