¿Qué es una paradoja? Si buscamos en un diccionario de sinónimos y antónimos, esta palabra aparecerá como sinónimo de “contradicción o contrasentido” y, en cambio, como antónimo de “lógica”. Si nos guiamos por el DRAE, paradoja se define como un “hecho o expresión aparentemente contrarios a la lógica, o el empleo de expresiones o frases que encierran una aparente contradicción entre sí”.

Una de las aparentes paradojas que encontramos en la Palabra es el tema de la santificación en Filipenses 2:12-13. Precisamente estos dos versículos, que se encuentran a continuación de un pasaje que nos muestra a nuestro glorioso Señor y Salvador Jesucristo en su humillación y exaltación, van a explicar en líneas generales cómo funciona la santificación progresiva del creyente. Esta aparente paradoja presenta la parte que le corresponde al creyente y la que le corresponde a Dios. Según estos versículos, ambos tienen su parte y debemos dejarlas coexistir en un misteriosa y aparente paradoja que trae mayor gloria a Dios.

1. La responsabilidad inexcusable del creyente. El versículo 12 afirma, “Así que, amados míos, tal como siempre habéis obedecido, no solo en mi presencia, sino ahora mucho más en mi ausencia, ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor”. No hay duda, el creyente tiene una responsabilidad ineludible en el proceso de santificación.

Los filipenses, y todos los creyentes, hemos de caracterizarnos por ponernos bajo lo que la Biblia dice. Dios ya ha hablado y lo ha hecho en las Escrituras; eso es lo que hemos de escuchar, y no sólo escuchar sino también obedecer (Santiago 1:22). Esta obediencia no ha de estar supeditada a quien nos vea o las circunstancias, sino que ha de brotar de un deseo genuino de agradar a Dios, siempre presente en nuestras vidas.

A pesar de que Pablo estaba encarcelado a cientos de kilómetros, ellos seguían caracterizándose por la obediencia al Señor, considerando Su ejemplo, lo cual era una muestra y fruto irrefutable de su salvación. Pero aunque se habían caracterizado por obedecer al Señor hasta ese momento, todavía debían seguir perseverando en esa obediencia a los mandatos bíblicos en su proceso de santificación, “ocupándose en su salvación”. Esto no significa que nuestra salvación depende de lo que nosotros hacemos, ni tan siquiera que seamos capaces de realizar ninguna obra digna de ganarla por nuestros propios méritos (Efesios 2:8-9; Romanos 3:21-24). Quiere decir que, una vez que ya tenemos la salvación por gracia y por medio de la fe en Cristo Jesús, hemos de atesorarla y cuidarla por medio de nuestra conducta personal y obediencia al Señor. Y eso alude también a la constante perseverancia en la fe a la que somos llamados, es decir, la obediencia fiel hasta el final de nuestro tiempo en esta tierra (Hechos 13:43; 14:22).

Y no de cualquier manera: “con temor y temblor”. Es decir, sin tomarnos a la ligera este regalo tan inmenso e inmerecido. Aquel que peca para que la gracia sobreabunde (Romanos 6:1), no ha entendido verdaderamente el evangelio y está pisoteando la cruz de Cristo. Pero no tememos o temblamos porque podamos perder nuestra salvación, ni porque podamos ser castigados eternamente, ya que Cristo pagó por nuestros pecados. El texto bíblico habla de un temor y temblor piadosos que fluyen de la adoración y el amor profundo por nuestro Señor. Se trata de un temor y temblor que reconocen la propia debilidad espiritual y lucha contra el pecado, y nos mueven a orar por nuestra santificación, queriendo ser agradables a nuestro Señor en todo (1 Corintios 6:20; 2 Corintios 5:9-10).

El creyente entiende que su salvación no es por mérito propio, sino que es por los méritos de Cristo Jesús. Pero, a su vez, comprende que ha de ocuparse en esa salvación tan grande que se le ha concedido, lo que le lleva a cultivar una vida de obediencia que busca imitar, así como agradar a su Señor y Salvador, todo para la gloria de Dios, creciendo en semejanza a Cristo.

Nuestra obediencia nunca ha de realizarse por un sentido de obligación, lo cual puede llevarnos a la autojusticia, el orgullo y legalismo, sino que ha de estar centrada en Cristo, por amor a Él, siguiendo Su ejemplo con el deseo de asemejarnos a este gran Señor y Salvador.

2. La santificación progresiva del creyente es la obra de Dios

Todo seguidor de Cristo debería ser consciente de que la santificación requiere de su máximo empeño y esfuerzo, es su responsabilidad inexcusable. Pero a la vez, que la obra de santificación depende por completo de Dios. Es Su obra poderosa en cada creyente. A quién Dios justifica, también santifica progresivamente por su poder. Finalmente, lo que nos alienta en todo momento a obedecer a nuestro Señor, es que es la obra de Dios. Si no fuera así y dependiera exclusivamente de nosotros, entonces nos desalentaríamos rápidamente al reconocernos incapaces de realizarla por nosotros mismos (Romanos 7:18).

Definitivamente ¡Dios es quien “obra en nosotros”! Se trata de una producción “energética”, una obra con poder. Dios no sólo tiene poder, sino que se caracteriza por ese poder. Su capacidad es innata y sin límite. Su poder es extraordinariamente grande (Efesios 1:19), y lo utiliza para llevar a cabo Su obra de santificación en la vida de los creyentes. Él obra en nosotros por medio de Su Espíritu Santo que ahora reside en nosotros (Efesios 3:20; Juan 14:16-17; Hechos 1:8; 1 Corintos 3:16).

¿Qué produce esta obra poderosa de Dios, por medio de su Espíritu, en la vida de los creyentes? Produce “tanto el querer como el hacer”. Él produce el deseo genuino de hacer Su voluntad. Este “querer» no se refiere a un simple deseo emocional, impulsivo o caprichoso, sino una elección cuidadosa que tiene un fin en vista. Es Dios quien mueve, por Su Espíritu, nuestra voluntad a obedecerle según estamos expuestos a Su Palabra. Lo hace causando en nosotros una insatisfacción santa, un deseo a dejar el pecado de modo que no controle nuestra vida. El creyente no se encuentra cómodo restregándose en el lodazal de la iniquidad. Dios impulsa nuestra voluntad por medio del anhelo de la santidad en nuestras vidas y ahora deseamos ser más santos en la práctica, con el fin de parecernos más nuestro Señor y Salvador (1 Pedro 1:16).

La obra de santificación de Dios en la vida del creyente no es un “quiero y no puedo”, porque Él obra en nosotros no sólo el querer sino también “el hacer”. Un anhelo santo produce un hacer piadoso. Y es Dios quien produce ambos en nosotros. El creyente verdadero no está siempre deseando y nunca alcanzando, sino que avanza progresivamente en su santificación haciendo la voluntad de Dios por el poder del Espíritu Santo. Este “hacer”, en última instancia, depende de Dios, y hemos de ser conscientes de ello para depender aún más de Él y descartar cualquier atisbo de autosuficiencia (2 Corintios 3:5: Hebreos 13:20-21: Filipenses 1:6).

¿Con qué propósito principal nos santifica Dios? “Para su beneplácito”. La palabra beneplácito significa deleite y satisfacción. De hecho, tal como lo describe aquí, enfatiza un gran deleite y satisfacción. No es algo caprichoso ni arbitrario, sino beneficioso para aquellos a quien Él ama. Dios se deleita en el beneplácito de sus hijos. Dios encuentra gran deleite y satisfacción en el progreso y crecimiento espiritual de Sus hijos. Cuanto más nos parecemos a Su Hijo Jesucristo, más satisfacción y deleite hay en nuestro Dios. Somos bendecidos espiritualmente según nos parecemos más a nuestro Señor y Salvador, pero el énfasis de este pasaje no está en nosotros sino en Dios. Él realiza la obra de santificación en sus hijos para Su propio beneplácito. No hay nada en nuestras vidas que produzca mayor gozo en nuestro Padre celestial que el que andemos en sus caminos. Y no hay nada mejor, ni más satisfactorio para el creyente, que ser más semejante a Cristo.

La obra de santificación en la vida del creyente depende de Dios. Tanto el querer como el hacer son obra de Su Espíritu en nosotros según estamos expuestos a su Palabra. El Espíritu Santo es el motor de nuestra vida espiritual y no cabe duda de que tenemos el mejor coche y el más poderoso motor posible. Algunos creyentes viven su vida espiritual fuera del coche, y quieren hacerlo avanzar empujándolo; no van a llegar lejos. Hemos de vivir la vida espiritual en el poder del Espíritu de Dios, sabiendo que es Su obra poderosa en nosotros la que produce el fruto espiritual y nuestra semejanza a Cristo. Y esto nos ha de mover a ser más dependientes de Dios en oración, orando por nuestro progreso y crecimiento espiritual. Tenemos el mejor coche y el mejor motor: El Espíritu Santo en nuestras vidas. No empujemos el coche, sino confiemos en el poder de Dios en nosotros que finalmente es el que nos capacita para crecer en semejanza a Cristo.

¿De quién depende la santificación del creyente? ¿Depende de Dios o del creyente? La respuesta no es uno u otro, sino “sí y también”. Si únicamente enfatizamos un lado de la balanza, vamos a caer en desequilibrios que afectarán a nuestra vida y progreso espiritual. Estos desequilibrios no son nada nuevo. Hace siglos se desarrolló una corriente que se conoce como Quietismo, que abogaba por una actitud pasiva del creyente, argumentando que la santificación es la obra de Dios. Ellos dirían “deja que Dios lo haga” o “yo no puedo, Dios sí”, y promoviendo así el error de eludir su responsabilidad en la santificación. Este énfasis acaba siendo un estorbo para crecer en piedad ya que promueve excusas de todo tipo para justificar vidas de desobediencia al Señor, espiritualizando la carnalidad. Posteriormente, surgió otra corriente mayoritaria conocida como Pietismo. En cierta medida fue una reacción a los quietistas. Los pietistas son muy activos en buscar una vida santa, disciplinada y práctica, hasta tal punto que se llega a sobreenfatizar casi exclusivamente el esfuerzo humano sin tener en cuenta la dependencia del poder divino en la santificación. Esto, irremediablemente, acaba produciendo una actitud de legalismo, moralismo, orgullo, hipocresía y un espíritu crítico hacia los demás en tanto que el creyente se atribuye el mérito de su progreso espiritual. Tanto el Quietismo como el Pietismo suponen maneras desequilibradas de considerar la santificación del creyente. Ambas corrientes cometen el mismo error: pasan por alto lo que dice la Palabra en su conjunto. El quietísimo dice: “deja que Dios lo haga”. El pietismo afirma: “yo lo tengo que hacer”.

¿Qué dice la Biblia al respecto? Filipenses 2:12-13 nos muestran la paradoja de la santificación del creyente. El creyente inexcusablemente es responsable de ocuparse de la salvación que ha recibido, cultivando una vida de piedad a través de los medios de gracia que Dios le ha dado, especialmente la lectura de la Palabra y la oración,      sabiendo que finalmente es la obra poderosa de Dios. No actuamos en nuestras propias fuerzas ni capacidad, sino en el poder de Dios que mora en nosotros por medio de su Espíritu. Y lo hacemos totalmente dependientes de Dios, que obra poderosamente, y seguirá obrando en la vida de sus hijos para su deleite y disfrute, así como para nuestra bendición.

Asumamos la responsabilidad que Dios nos ha dado, como hijos suyos, de ocuparnos en nuestra salvación confiando y obedeciendo a nuestro Señor. A su vez, seamos conscientes de que es Su obra, y todo por la gracia de Dios en nuestras vidas. Por la gracia de Dios somos lo que somos, trabajamos y nos esforzamos en ser más semejantes a Cristo, pero no nosotros, sino Dios obrando en nosotros.

David Robles

Autor David Robles

Presidente de Berea

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