Charles Spurgeon ha pasado a la historia como el príncipe de los predicadores, aunque estoy convencido de que él mismo negaría tal título. Fue famoso no solo por su ingenio y agilidad mental, sino también por su increíble memoria fotográfica. Sin duda, Dios lo usó y capacitó en gran medida. Sin embargo, también es conocido por los sufrimientos que experimentó, los cuales fueron proporcionales a su «éxito» ministerial. Durante décadas, padeció serios problemas de salud que lo debilitaron hasta el punto de caer en profundas depresiones. Al final de sus días, el abandono de muchos de sus «amigos» añadió dolor espiritual al sufrimiento físico y emocional. En una ocasión, compartió una de las lecciones más importantes que aprendió durante este período: la necesidad de alabar al Señor continuamente, a pesar de las circunstancias. Él lo expresó así:
«Querido amigo, cuando el dolor te aplasta, en ese instante, con el rostro en el polvo, alaba al Señor… Si tu agonía se convierte en tu Getsemaní, que tus lágrimas alaben al Señor… Cuando la carga se vuelve tan pesada que resulta imposible de llevar, alaba al Señor… Este tipo de adoración, que somete la voluntad, eleva las emociones y motiva a la mente y el corazón a presentarse ante Dios, endulza nuestro sufrimiento y destruye su aguijón…»[1]
Si somos honestos, no siempre es fácil alabar a Dios en medio de la adversidad, y Spurgeon lo reconoció también. Sin embargo, él creía que este descuido espiritual se debía a nuestra ignorancia sobre Dios. En otras palabras, sin un conocimiento teológico de Dios, fundamentado y guiado por la Escritura, no será posible vivir alabándole. El salmista David afirmó esta misma verdad siglos antes en el Salmo 103:1, al escribir: «Bendice, alma mía, al Señor, y bendiga todo mi ser su santo nombre».
La palabra hebrea que se traduce como «bendecir» implica la acción de postrarse ante el Señor. Esto significa que alabarle es adorarlo con la rodilla doblada. Por consiguiente, la adoración a Dios combina la alabanza con la obediencia. Por un lado, es reconocer con nuestros labios quién es Él; por otro, caminar de acuerdo con la realidad que proclamamos. Por ejemplo, si le alabamos por Su soberanía, también deberíamos someternos con gozo a las circunstancias que Él ha orquestado soberanamente para nuestra vida. En otras palabras, deberíamos recibirlas con los brazos abiertos en lugar de buscar cambiarlas a toda costa. Si exaltamos Su justicia, tendríamos que afirmar que nada de lo que nos suceda podría ser injusto, aunque a nuestros ojos humanos así lo parezca. Y la lista continúa, pero la idea es clara.
Ahora bien, ¿cómo podemos ser motivados a bendecirle de esta manera? Según este versículo, la motivación principal es «Su santo nombre». ¿A qué se refiere David cuando escribió estas palabras? Para la mente judía, el nombre de alguien representa la totalidad de esa persona. Así, al mencionar «Su Nombre», David se refiere a todo lo que Dios es, que en este caso se describe como «santo». David no utiliza este término solo para enfatizar que en Dios no hay pecado, lo cual es cierto, sino para resaltar Su singular trascendencia.
En esencia, no hay nadie como Dios. Él es único en Su clase, existiendo por sí mismo, en una categoría exclusiva que en realidad ni lo puede contener. Cuando comparamos a este Dios con todo lo creado, incluyendo a Satanás y sus secuaces, el vasto cosmos con todas sus criaturas no es más que una mota de polvo en comparación con Él. Nada cuya existencia dependa de Él se le acerca. Nada le puede hacer frente, nada le supone un reto, nada le cansa, nada le restringe, nada le somete, porque, en última instancia, no hay nadie como Él; solo Su Nombre es Santo.
Dios es tan exclusivo, infinitamente especial y trascendente, que la única respuesta posible del creyente ante esta visión gloriosa no es solo declararlo, sino también postrarse ante Él. El salmista nos impulsa a adorar a Dios basado en el conocimiento de Su naturaleza y Sus obras. Esto significa que para poder bendecirle necesitamos informar a nuestra mente sobre quién es Dios, porque «bendecirle es un acto puramente teológico».[2] Para alabarle, debemos dedicarnos al estudio de Su persona. Es esencial estar expuestos a Su Palabra, perseverar en y aprovechar cada estudio bíblico y reunión eclesial. Debemos escuchar a predicadores confiables y, por supuesto, leer la Biblia con los recursos necesarios para entenderla correctamente. Además, independientemente del nivel teológico de cada uno, todos debemos desarrollar el hábito de estudiar doctrina. Recomendaría comenzar leyendo y estudiando la declaración doctrinal de nuestra iglesia, hasta entender las ramificaciones e implicaciones de cada una de sus afirmaciones. Luego, podríamos avanzar con buenos libros doctrinales que nos ayuden a conocer mejor a este gran Dios que bendecimos.
El estudio sistemático, teológico y profundo de Su Persona, con el fin supremo de conocerle y amarle, nos llevará a alabarle. Comencé este blog hablando de Spurgeon, y tiene sentido concluir citándole una vez más:
«¿Acaso la naturaleza no alaba a Dios? ¿No le bendice el trueno al retumbar en las cumbres? ¿No lo hace el relámpago al escribir Su nombre en los cielos con letras de fuego? ¿Acaso no le bendice toda la tierra a una sola voz? Si es así, ¿tengo excusa para guardar silencio? Si me quedara callado sin bendecir Su nombre, me convertiría en la excepción de toda la creación».[3]
[1] C. H. Spurgeon, «Job’s Resignation», en The Metropolitan Tabernacle Pulpit Sermons (Londres: Passmore & Alabaster, 1896), 42:134.
[2] Beth Tanner, y Rolf A. Jacobson, «Book Four of the Psalter: Psalms 90–106» en The Book of Psalms, eds., E. J. Young, R. K. Harrison, y Robert L. Hubbard Jr., The New International Commentary on the Old Testament (Grand Rapids, MI: William B. Eerdmans Publishing Company, 2014), 762.
[3] C. H. Spurgeon, «Magnificat», en The New Park Street Pulpit Sermons (Londres: Passmore & Alabaster, 1860), 6:431.