Al comenzar un nuevo año, muchos se apropian de esa frase tomada de la mitología griega, “la esperanza es lo último que se pierde”, para tener algo a lo que agarrarse. Se aferran a ese deseo que anhelan ver cumplido, pero que nada ni nadie les asegura. Es más, la esperanza aumenta a medida que las posibilidades disminuyen.
Desgraciadamente, lejos de ser algo extraño, esta misma actitud se ha vuelto común incluso entre los cristianos. Infectados por la sabiduría popular, la esperanza se ha convertido en un recurso para los desesperados, algo a lo que agarrarse cuando todo se desmorona. ¿Es realmente la esperanza lo último en perderse?
La Biblia nos enseña que la esperanza del creyente no se pierde ni puede perderse. Cuando el apóstol Pablo escribe a los tesalonicenses, les exhorta a que no se entristezcan “como lo hacen los demás que no tienen esperanza” (1Tes. 4:13). Pablo les alienta para que dejen de angustiarse como los incrédulos, como si no tuvieran esperanza. El pasaje afirma que los creyentes tienen esperanza, mientras que los no creyentes no la tienen. Éstos están sin Cristo, sin esperanza y sin Dios en el mundo (Ef. 2:12). El creyente tiene esperanza y no la puede perder. El autor de Hebreos la define como el “ancla del alma … segura y firme” cuya seguridad reposa sobre la persona y obra de Cristo (Heb. 6:19). El apóstol Pedro se refiere a ella como una “esperanza viva”, protegida por el poder de Dios (1Ped. 1:3). Pablo afirma que la garantía de dicha esperanza radica en la obra de Cristo, quien murió y resucitó (1Tes.4:14). Y es en esa verdad donde la esperanza del creyente se hace certera. La esperanza cristiana no se apoya en deseos o en posibilidades, sino en la obra perfecta y completa de Cristo en la cruz. Por eso no se pierde.
Pero ¿cuál es la esperanza del creyente? Pablo se refiere a ella como la “esperanza de salvación” (1Tes. 5:8). Esto es el hecho de que Dios no nos ha puesto para ira sino para que obtengamos salvación, y en eso esperamos (1Tes. 5:9). Es la esperanza de vida eterna (Tito 1:2) que, habiendo sido salvados conforme a Su misericordia, hemos sido justificados por Su gracia y hechos herederos (Tito 3:5-7). Y ahora aguardamos la “manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador Cristo Jesús” (Tito 2:13), cuando le veamos como Él es y seamos hechos semejantes a Él (1 Jn. 3:2; 1Cor. 15:51-52). Él transformará nuestros cuerpos en conformidad al cuerpo de Su gloria (Fil. 3:21), lo corruptible se vestirá de incorrupción y lo mortal se vestirá de inmortalidad. Esta es la esperanza que aguardamos, cuando seamos arrebatados en las nubes al encuentro de nuestro Señor en el aire, para estar siempre con Él, como Él prometió (1Tes. 4:17, 5:10; Jn. 14:3). Ahora no lo vemos, pero lo esperamos. Por eso es nuestra esperanza.
Si somos creyentes, hemos sido equipados con la coraza de la fe y del amor, y con el yelmo de la esperanza de salvación (1Tes. 5:8) para estar protegidos frente a los ataques de la duda y la incertidumbre. Nuestra esperanza está en Cristo, Él es la esperanza de gloria (Col.1:27) y podemos estar seguros en Él. La esperanza no anula la tristeza o los momentos de aflicción, pero sí el desconsuelo o la desesperación. La esperanza nos protege y nos fortalece en nuestra vida aquí. Ésta era también la evidencia de la iglesia en Tesalónica. El apóstol Pablo dio gracias a Dios por la firmeza que tenían los tesalonicenses fruto de su esperanza en Cristo (1Tes. 1:3). Su esperanza había producido en ellos firmeza y constancia para soportar y permanecer en la vida cristiana. Por eso, más adelante Pablo llega a decir “hablamos con orgullo de vosotros entre las iglesias de Dios, por vuestra perseverancia y fe en medio de todas las persecuciones y aflicciones que soportáis” (2 Tes.1:4). La esperanza produce paciencia, perseverancia y firmeza en nuestra vida (Rom.8:25).
¿Tienes esta esperanza? Esta es la esperanza que caracteriza al creyente genuino. El cristiano verdadero se ha convertido “de los ídolos a Dios para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de entre los muertos, es decir, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera” (1Tes. 1:9-10). Su genuina conversión se evidencia por medio del arrepentimiento de sus pecados, la fe en Cristo, la obediencia a Su señorío y su esperanza de la venida de Cristo. Así vive un hijo de Dios, obedeciendo a Su Señor y esperando ansiosamente la gloria venidera en la venida de Cristo (Rom.8:18; Fil.3:20).
Al comienzo de un nuevo año, acordémonos de nuestro yelmo, la esperanza de salvación. Aferrémonos al ancla firme y segura sostenida por Cristo. Aguardemos con paciencia la manifestación de nuestro amado Salvador. Perseveremos en medio de la prueba y la aflicción que venga, sabiendo que tenemos esperanza, nuestra gloria.