Las pasadas navidades tuve un regalo muy especial, uno que no me esperaba. El regalo fue poder predicar el Evangelio desde una de las emisoras principales de nuestro país, a toda la ciudad donde vivo. Bueno, para ser más precisos, no me invitaron a predicar el Evangelio. La invitación fue a participar en una tertulia con un sacerdote católico, un divulgador musulmán, y un profesor retirado, para hablar acerca de las diferentes maneras en que las distintas religiones en nuestro país celebran la Navidad. Y yo aproveché tal invitación para predicar el Evangelio. No hacerlo hubiera sido desaprovechar una gran oportunidad.
El tema de la tertulia puso en evidencia diferencias notables entre las religiones. Es cierto que hay cosas que son comunes; todos manifestamos que nuestras creencias traían beneficios para las personas. Todos estábamos de acuerdo en reconocer las injusticias y los problemas que existen a nuestro alrededor. Y todos teníamos propuestas en las que confiábamos. Hasta ahí llegaban las similitudes. Y esto no es una sorpresa al hablar de religión. Aunque muchos las critican, las religiones, en general, son movimientos sociales que se consideran beneficiosos para la sociedad, que reconocen los problemas que existen en la sociedad, y que ofrecen una serie de respuestas y soluciones. Y al pensar en estas cosas, uno puede llegar a pensar que “todo es un poco de lo mismo”.
Pero durante esta tertulia, surgieron diferencias notables, que giraban en torno a la persona de Jesús. Según la religión que consideres, Jesús es un gran profeta entre los profetas, o un buen ejemplo entre los buenos ejemplos. Jesús es uno más de una estirpe especial y muy respetada, o Jesús es uno más entre los mediadores entre Dios y los hombres. Pero, ¿por qué sucede esto con Jesús, cuando tenemos un libro sagrado que explica con claridad quién era, que detalla con precisión lo que hizo, y que recoge con exactitud lo que dijo? Sé que la respuesta puede ser obvia, es decir, cada uno hace su interpretación. Pero creo que la respuesta a esta pregunta manifiesta lo que iguala a todas las religiones, y lo que las distingue del verdadero Evangelio.
La gran similitud que predominó en esa tertulia fue el concepto que cada religión tiene del ser humano. Y con las grandes diferencias que existen entre las religiones, lo cierto es que tienen en común una visión en la que el ser humano tiene en sí mismo la capacidad de mejorar las cosas, de cambiar las cosas, de solucionar los problemas. Una visión que cuestiona lo que la Biblia realmente dice en cuanto al ser humano, y en cuanto a Jesús. Una visión que niega los efectos devastadores e irremediables del pecado, y que minimiza el testimonio de la vida indestructible de Jesús (Hebreos 7:16).
Estos son, precisamente, elementos esenciales del verdadero Evangelio. No hay necesidad de un Salvador si el poder del pecado no es tan profundo, y si la paga del pecado no es tan considerable. No hay necesidad de un Mediador que absorba la ira de Dios, si al final Dios reacciona a las buenas acciones de Sus criaturas, con un perdón que no tiene en cuenta Su perfecta santidad. Y entonces, no importa tanto el hecho de que el Salvador que Dios ha enviado, sea Su Hijo eterno, que toma la forma del ser humano, y vive una vida perfecta, desde Su nacimiento a Su muerte de cruz, una muerte violenta y dolorosa que nunca mereció.
Si los hombres pueden llegar a Dios por medio de su buen hacer, entonces la persona de Jesús tiene que ser puesta a un lado, dándole algo de honor como profeta o como maestro, pero no como el único y suficiente Salvador. Jesús tiene que ser relegado a una posición que el ser humano, sea de la religión que sea, establece y moldea, para no quitarle del medio completamente. Y este es el gran problema de las religiones, que tienen una visión demasiado alta del ser humano, e insuficiente del Señor Jesús.
Como lo expresó el autor de himnos cristianos, Horatius Bonar, “En toda incredulidad hay presentes estas dos cosas: una buena opinión de uno mismo, y una mala opinión de Dios”. Esa es la realidad que pone a todas las religiones en la misma categoría, porque todas fallan en reconocer la situación de muerte espiritual y total incapacidad del ser humano, y todas se quedan muy cortas en reconocer la sublime santidad de Dios.
La Biblia lo dice claramente: Jesús es el resplandor de la gloria de Dios, y la expresión exacta de Su naturaleza (Hebreos 1:3). La Biblia lo dice claramente: el ser humano está espiritualmente muerto, y no puede ni quiere reconocer la gloria de Dios (Efesios 2:1; Romanos 1:18-23; 3:10-12). La Biblia lo dice claramente: cuando Jesús, la luz del mundo, vino al mundo, los seres humanos amaron más las tinieblas, los suyos no le recibieron (Juan 1:9-11; 3:18-19). El claro y continuo testimonio de las Escrituras es que el ser humano es un gran pecador, que no se puede salvar a sí mismo; y que el Señor Jesús es un gran Salvador, que salvará a todo aquel que, arrepintiéndose de sus pecados, cree en Él (Juan 1:12; 3:16-17; Romanos 5:8-9). Juan Calvino dijo: “El hombre nunca será debidamente tocado e impresionado con una convicción de su insignificancia hasta que se compare a si mismo con la majestad de Dios.”
Esa es la verdad. Toda religión que no refleje debidamente la insignificancia del hombre, y la majestad de Dios es una religión más, con buenas intenciones y con aparentes soluciones. Así que, aproveché mi regalo de Navidad, y le dije a todos los pontevedreses que estaban escuchando aquel día, que son pecadores, justos merecedores de la ira de Dios; y que Jesús es el único Salvador de los pecadores; y que creyeran en Él.
No dejemos de proclamar el verdadero Evangelio por todos los medios que el Señor ponga a nuestro alcance, y por mucho que otros pretendan tener la solución. Solo Cristo salva. A Él sea la gloria.