Al considerar las palabras de Jesús en los Evangelios, no podemos “acusarle” ambigüedad o imprecisión. Jesús siempre fue muy claro en lo que dijo. Fue muy claro cuando encomendó a Sus discípulos la misión de “hacer discípulos”. Y con todo, me temo que muchos cristianos hoy en día no entienden esta misión, y no siguen las indicaciones y el ejemplo de nuestro Señor.
Por un momento, uno se siente tentado a pensar, “todo sería más fácil si Jesús estuviera entre nosotros…” Pero los Evangelios prueban que no es así. El capítulo 6 del Evangelio de Juan comienza con miles de personas siguiendo a Jesús, admirados de Su poder, viendo que les ha alimentado con apenas la merienda de un muchacho. Y al día siguiente toda esta multitud busca a Jesús, le siguen, aparentemente, porque en realidad le buscan para hacerle rey por la fuerza (6:15). No quieren someterse a Él. Quieren usarlo para conseguir sus propósitos, no los del maestro.
Y cuando le encuentran, Jesús es muy claro con ellos, “Me buscáis… porque habéis comido y os habéis saciado…” (6:26) No le buscaban por quién era, sino por lo que podían obtener de Él. Y de esta manera, no nos sorprende que, después de las palabras claras y verdaderas de Jesús, esta multitud le dio la espalda, “muchos de sus discípulos se apartaron y ya no andaban con Él.” (6:66). Solo un puñado de discípulos se quedaron, y confesaron que Él era Señor, y que tenía palabras de vida eterna. Esta escena nos enseña la realidad de que muchos buscan a Jesús por los motivos equivocados. Y tristemente muchos hoy en día hacen discípulos por los motivos equivocados. Son las expectativas erróneas de seguir a Jesús, que ignoran la enseñanza y el ejemplo de Jesús.
Jesús no nos llamó a entretener creyentes, nos llamó a hacer discípulos. Miles de páginas de cientos de libros escritos con estrategias y métodos de evangelización, que exaltan la sabiduría humana y desprecian las instrucciones precisas de Cristo. Eso es lo que nos ha desviado de la sencillez y la suficiencia de la misión de hacer discípulos. Porque cuando observamos lo que Jesús instruyó y modeló, encontramos la sencillez de tres elementos esenciales en el discipulado a la manera de Cristo: la enseñanza, el esfuerzo, y el Espíritu Santo.
Jesús señaló claramente que todos sus discípulos debían ser enseñados (Mt. 28:20). Es algo que está en la esencia misma de la relación maestro-discípulo. Es indiscutible, “Un discípulo no está por encima de su maestro; mas todo discípulo, después de que se ha preparado bien, será como su maestro.” (Lc. 6:40). La enseñanza es un elemento ineludible en la misión de hacer discípulos. Pero no cualquier enseñanza. Jesús dijo, “enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado…” Nuestro Señor no nos dio la libertad de enseñar lo que a nosotros nos parece que es importante. Sus enseñanzas son la enseñanza de todo discípulo. Es por eso que el apóstol Pablo fue exclusivo en su predicación y enseñanza: “A Él nosotros proclamamos…” (Col. 1:28). Solo proclamaron la enseñanza de Jesús, porque en Él, “… están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento.” (Col 2:3). No solo Jesús es un Salvador suficiente, Él también es un Maestro suficiente. Por eso sus discípulos deben ser enseñados con toda Su enseñanza.
Lo cual nos lleva al segundo elemento. Y es evidente. El discipulado a la manera de Cristo no solo requiere la enseñanza de Cristo, sino también el esfuerzo de los que hacen discípulos. Esto lo vemos también claramente en la vida de Jesús. Aquel que podía hacer cualquier cosa en un instante con solo decirlo, porque es el que “sostiene todas las cosas con la palabra de su poder…” (Hb. 1:3), es el que en su plena humanidad pasaba noches orando por sus discípulos, o madrugando para buscar al Padre en oración, para luego dedicar todo el día a su prioridad, predicar el Evangelio (Mr. 1:35-39). Es el que dedicó tres intensos años a entrenar a un pequeño grupo de discípulos, para que estos, a su vez, entrenaran a otros, y así sucesivamente. Y toda esta labor requiere esfuerzo y constancia. Jesús les enseñó, les corrigió, les exhortó, les soportó, les envió, les advirtió, les confrontó… tantas cosas que implican una labor continua y consistente. Seguir a Jesús tiene un coste. Y discipular a la manera de Jesús también lo tiene. Pablo, después de describir su ministerio como la proclamación de Cristo, dijo, “Y con este fin también trabajo, esforzándome según su poder que obra poderosamente en mí”. (Col. 1:29).
Enseñanza, esfuerzo, pero como precisamente acabamos de ver en el testimonio de Pablo, es algo que hacemos no en nuestras fuerzas, sino según Su poder que obra en nosotros. Y ahí es donde entra en juego el Espíritu Santo. Hay una labor que nosotros hacemos, la exposición constante de la Palabra de Cristo, con un esfuerzo continuo en esa tarea. Pero hay otra labor que nosotros no podemos hacer. El crecimiento y la madurez espiritual de los discípulos no depende de nosotros. Depende de la obra sobrenatural del Espíritu de Dios. Los resultados que debiéramos esperar y anhelar, no dependen de nosotros. Y esto es algo que el Señor también modeló, porque Su ministerio fue caracterizado por el poder del Espíritu Santo. Y Él mismo enseñó a Sus discípulos que el Espíritu Santo vendría sobre ellos, y estaría en ellos, para que ellos cumpliesen con la misión de hacer discípulos.
Por eso no debemos descansar en lo que la sabiduría humana puede hacer. No podemos engañarnos pensando que la enseñanza de la Palabra de Dios y el Espíritu de Dios necesitan algún “complemento” para alcanzar el propósito de Dios para Sus hijos. Si de verdad creemos en Cristo, y de verdad queremos glorificar a Cristo, hagamos solo lo que Cristo nos dijo que hagamos. Hagamos discípulos a la manera de Cristo, enseñándoles todo lo que Él enseñó, esforzándonos en esta tarea, y no en otras humanamente diseñadas, y al final de cada día, descansemos en el poder que obra en nosotros y a través de nosotros. Jesús no está entre nosotros, pero no nos dejó “huérfanos”. Nos dio Su Espíritu. Y con Él no tenemos por qué dudar de los resultados.
Hagamos discípulos confiando en la suficiencia de las Escrituras, trabajando con diligencia y excelencia, y descansando en el poder del Espíritu de Dios.