Desde pequeño he escuchado a varios predicadores decir desde el púlpito la siguiente frase: “la sana doctrina es la doctrina que sana”. Estoy totalmente de acuerdo. La sana doctrina nos proporciona unas pautas que nos llevan a una fe y a una amor sanos. Pero estas pautas no valen para nada si no se ponen en práctica. La sana doctrina es totalmente inútil si no va acompañada de una vida para Dios, de una vida piadosa, de una vida de santificación progresiva.
La santificación es el proceso por el cual Dios, desde el momento en que nos salva, comienza a trabajar en nosotros por medio del Espíritu Santo, transformándonos, apartándonos del amor hacia el pecado y hacia el mundo, y poniéndonos un nuevo principio en el corazón que nos hace piadosos en nuestra vida práctica. En el momento de nuestra conversión somos vistos completamente santos delante de Dios porque estamos en Cristo. “Mas por obra suya estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual se hizo para nosotros sabiduría de Dios, y justificación, y santificación, y redención” (1 Corintios 1:30). Dios nos mira a través de la perfección de Su Hijo y nos ve santos. Esto es lo que se denomina santidad posicional. Pero en 1 Corintios 1:2 leemos lo siguiente: “…a la iglesia de Dios que está en Corinto, a los que han sido santificados (santificación posicional) en Cristo Jesús, llamados a ser santos (santificación práctica), con todos los que en cualquier parte invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro”. En este texto vemos cómo los creyentes, aunque somos completamente santos posicionalmente, no lo somos perfectamente en nuestra vida cotidiana, de forma que recibimos un llamado, el de ser santos.
Por esta razón, debemos vivir santamente y hacer que nuestra práctica sea cada vez más acorde con nuestra posición espiritual en Cristo. La verdadera santidad no consiste meramente en creer y sentir la sana doctrina, sino en poner en práctica esa sana doctrina que hemos creído por fe. Sabemos que la salvación no es por obras, sino que es únicamente por gracia por medio de la fe (Efesios 2:8), pero las obras son la prueba visible de la realidad invisible de nuestra salvación y esas obras son la consecuencia de la santificación progresiva de nuestras vidas. Esta santificación es llamada progresiva porque con el tiempo se desarrolla y crece.
En el momento de recibir a Cristo como Señor y Salvador de nuestras vidas, en ese preciso instante, no entendemos perfectamente lo que Cristo es en su totalidad y lo que Él requiere de nosotros. Por eso hablamos de un proceso progresivo de crecimiento, de madurez, conforme profundizamos en nuestra relación con nuestro Señor. Y el instrumento que utiliza el Espíritu Santo para llevar a cabo esta obra es la Palabra de Dios. Así que, la santificación progresiva es un continuo velar, orar y hacer, a la luz de lo que Dios nos ha revelado en su Palabra. Dice 2 Corintios 7:1: “Por tanto, amados, teniendo estas promesas, limpiémonos de toda inmundicia de la carne y del espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios”. Tenemos que perfeccionar la santidad en el temor de Dios, esto es, conociéndole y obedeciendo a Su Palabra. Tenemos que desear como niños recién nacidos la leche pura de la Palabra para que por ella crezcamos para salvación (1 Pedro 2:2).
La progresión en santidad requiere un esfuerzo continuo por nuestra parte, en dependencia del poder del Espíritu, para cumplir la voluntad de Dios y vivir según sus preceptos. Solo en el poder y bajo la guía del Espíritu Santo seremos capaces de vivir una vida santa como Dios quiere, pero hemos de ser conscientes de que esta vida santa no es algo místico donde te “dejas llevar” por el Espíritu, sino que es una responsabilidad que tenemos cada creyente. Dios nos ha dado gracia, nos ha dado un nuevo corazón y nos ha dado una nueva naturaleza, así que no tenemos excusas para no vivir una vida piadosa. Somos santos y por lo tanto hemos de vivir santamente. Si deseamos progresar en santidad debemos proceder tal y como empezamos nuestra vida cristiana: acudiendo a Cristo, ya que Él es la raíz y Él es la fuente de toda santidad. Al igual que Cristo es el centro de la Biblia y es el centro de la Iglesia, Cristo tiene que ser el centro de nuestra vida. Necesitamos vivir a Cristo porque Él es el evangelio, Él es el único camino a la salvación y Él es nuestro único modelo para la santificación.
Cuanto más nos acercamos a Cristo y contemplamos Su perfección y Su santidad, más conscientes somos de nuestras propias imperfecciones, y esto aumenta nuestra necesidad de aferrarnos a Él y convertir Su vida en nuestro único patrón y ejemplo de vida, y esto hace que midamos todo con el rasero de Su Palabra.
Vivamos vidas santas, aferrándonos a la santidad que ya tenemos en Cristo y buscando activamente progresar y madurar en nuestra vida de santidad presente.