Uno de los escrutinios más grandes que jamás se hayan hecho en la historia reciente, tenía como objeto determinar cuánto dinero se necesita ganar anualmente para ser feliz. Las respuestas oscilaron mucho según el origen de los encuestados. Pero después de entrevistar a un millón y medio de personas procedentes de 164 países distintos se llegó a una conclusión: una persona necesitaría ganar unos 100.000 euros al año para poder optar a ser verdaderamente feliz. No sé si te parece mucho o piensas que haría falta un poco más. Sin embargo, no importa en cuántos ceros cerremos la cifra, porque no parece que el dinero haya puesto fin a la búsqueda de la felicidad… Hace un tiempo, uno de los periódicos más importantes del mundo publicaba un artículo en sus páginas en el que se decía lo siguiente:
A pesar de tener más que nunca las personas se encuentran más insatisfechas que nunca. Por incoherente y absurdo que parezca, cuanto más progreso económico desarrolla una sociedad, más infelices suelen ser los seres humanos que la componen. De ahí que algunos de los países más ricos del mundo, como Suecia, Noruega, Finlandia y Estados Unidos, cuenten, paradójicamente, con las tasas de suicidio más elevadas del planeta.
Si el dinero no garantiza la felicidad… ¿Entonces qué? ¿Se trata de sobrevivir solamente? ¿O podemos aspirar a otra cosa? ¿Es la felicidad algo real? ¿O una pretensión reservada para unos pocos elegidos? Cuando nos acercamos a las páginas de la Escritura, nos encontramos con un mapa hacia la felicidad muy distinto al que este mundo nos ofrece. La Biblia nos presenta una descripción de qué es la felicidad y de quiénes son los verdaderamente felices muy opuesto al que la mayoría de las personas tiene. Frente a todas esas sombras de felicidad. Frente a toda esa neblina de felicidad, que se disipa enseguida, que se gasta, que se desgasta. La Palabra de Dios confirma que existe una fuente capaz de satisfacer los anhelos más profundos del alma. Un agua que realmente sacia nuestra sed.
En Mateo capítulo 5 se encuentra una de las enseñanzas más conocidas del Señor Jesucristo, específicamente de los versículos 3 al 12, y hay una palabra que se repite en el texto, la palabra “Bienaventurados”. Con ella va a comenzar Jesús este llamado sermón del monte, y con ella va a continuar, al menos hasta el versículo 11. Jesús va a usar la palabra Bienaventurados hasta 9 veces solamente entre los versículos 3 y 11. Este término “bienaventurados” significa literalmente: bendecido, privilegiado, favorecido. Y en la Biblia apunta a cómo Dios lo considera a uno, a lo que Dios afirma acerca de uno. Dicho de otra manera, la persona bienaventurada es aquella a la que Dios considera bienaventurada. No se trata de un sentimiento, de una emoción. Uno no es bienaventurado porque se siente feliz, tampoco es resultado de percibirse afortunado, de compararse con otros y de llegar a la conclusión de que a uno le va mejor que a otros. La felicidad de la que nos habla la Biblia, la verdadera, la genuina, no se limita a disfrutar de un placer más o menos momentáneo o a evitar un sufrimiento más o menos molesto. Tiene que ver con conocer a Dios, con relacionarse con Dios, con gozarse con Dios, con ser aprobado por Dios, con ser bendecido con el favor de Dios.
En uno de los muchos himnos que escribió, Isaac Watts dice lo siguiente: “Inconsciente de su carga, el corazón que no cambia no puede nunca elevarse a la felicidad y a Dios”. Esto es precisamente lo que sucedía con aquel pueblo al que se dirigió Jesús para hablarle de las bienaventuranzas. Con aquel pueblo y con todo aquel que vaga por este mundo anhelando la felicidad, pero sin encontrar la felicidad. Aspirando la felicidad, pero sin entender que con un corazón que no cambia, con un corazón en su estado natural, solamente nos quedaremos en eso, en aspirantes. Pero Jesús dice: “Bienaventurado”, feliz, dichoso, privilegiado, favorecido, el que ha sido aprobado por Dios, el que puede relacionarse con Dios, el que halla su satisfacción en Dios. La felicidad genuina es patrimonio de aquellos que han hallado entrada al Reino de los Cielos. Pertenece a aquellos que han hallado este tesoro, esta perla de gran precio. Las bendiciones de las que nos habla Jesús en el Evangelio están reservadas exclusivamente para los que son de él. La bendición de Dios, que como dice la Escritura es la que “enriquece” está reservada para los que le siguen.
Sin duda alguna, el vernos libres de la condena que nuestros pecados nos acarrean supone una gran liberación (Romanos 6:23). Pero siendo mucho, no es todo lo que el Evangelio de Jesucristo nos ofrece. Por Su sacrificio sustitutorio en la cruz del Calvario somos reconciliados con Dios (2 Corintios 5:21). ¡Pero eso no es todo! A través de Su sola muerte nacimos nosotros a una vida nueva, y recibimos un nuevo corazón (Juan 3:16). ¡Pero la cosa no termina ahí! Porque, además de todas esas bendiciones, Jesucristo nos da acceso directo a la presencia de Dios. Y dice el Salmo 16 que “En la presencia de Dios hay plenitud de Gozo y deleites a su diestra para siempre”.
Conclusión
La oferta a nuestro alrededor es amplia, pero la brújula que guía al cristiano es distinta a la de todos los demás. Por eso, ni diez mil mundos podrán ganar la atención de un corazón que ha sido satisfecho por Cristo. Porque como dice Jeremiah Borroughs: “El corazón del cristiano ha sido ensanchado”. Un corazón renovado es un corazón “alargado”. Y eso significa que ya no lo llena cualquier cosa. Ni cualquier cosa… ¡Ni todas las cosas juntas!
La felicidad del cristiano no depende de las circunstancias de uno, ni de las capacidades de uno. No es fruto de la ilusión o de lo buenas o malas que sean las noticias. Descansa en lo que Cristo logró en la cruz del Calvario. Y si el Dios eterno encuentra plena satisfacción en la persona de Su Hijo. Si el Dios Perfecto encuentra plena satisfacción en el sacrificio de Su Hijo… ¿Cómo no será suficiente para nosotros? ¿O es que aspiramos a más de lo que Dios aspira? ¿O es que merecemos más de lo que Dios merece?
El verdadero seguidor de Jesucristo puede y debe vivir una vida satisfecha. Porque ha sido perdonado por Dios. Porque se sabe amado por Dios. Porque experimenta una paz que sobrepasa todo entendimiento. Porque entiende que la voluntad de Dios es buena agradable y perfecta. Porque está siendo conformado en semejanza a Cristo. Porque como Pablo podemos decir “Para mí el vivir es Cristo y el morir es ganancia”.