¿Cómo podemos alabar a Dios en medio del sufrimiento y el dolor? Es fácil hacerlo cuando todo va bien, pero ¿qué sucede cuando la vida nos golpea? En esos momentos, ¿dónde debemos fijar nuestros ojos para poder decir con convicción: «Bendice, alma mía, al Señor»?

El Salmo 104, y especialmente los versículos 5 al 9, nos invitan a contemplar dos elementos fundamentales de la creación: la tierra y las aguas. Al hacerlo, especialmente en tiempos de aflicción, seremos recordados del poder y la majestad divinos. Esa magnitud particular de Dios se convierte en el ancla que nos lleva a alabarle en obediencia. Si Él puede controlar realidades de la creación que nosotros ni siquiera podemos alterar, entonces, sin duda, Él es más grande que cualquier desafío o dificultad que enfrentemos.

El Salmo comienza con un llamado a bendecir a Dios: «Bendice, alma mía, al Señor» (Salmo 104:1). La palabra «bendecir» tiene dos significados interrelacionados: uno es reconocer las cualidades divinas de Dios, y otro es postrarse ante Él en sumisión. Por lo tanto, no solo se trata de expresar nuestra admiración por Dios, sino de vivir en obediencia a la realidad de Su grandeza.

A la luz de este llamado, el salmista expresa lo siguiente en el versículo 5: «Dios estableció la tierra sobre sus cimientos, para que jamás sea sacudida». Aquí se nos presenta a la tierra como un templo antiguo, firme e inamovible, asentada sobre cimientos sólidos. Al igual que las pirámides egipcias u otros templos de la antigüedad que perduran hasta el día de hoy, la estabilidad de nuestro planeta nos recuerda la permanencia de los cimientos establecidos por Dios. La tierra sigue firme en su órbita solar gracias a un diseño divino e intencional. Como si se tratase de una manzana en Su mano, Dios ha colocado este enorme globo terráqueo en el espacio según Su voluntad. Si esto es así, cuando dudemos de Su poder, basta con contemplar la tierra e inmediatamente seremos recordados de que Él es más grande que todo lo que existe, incluidos nuestros problemas.

El segundo elemento que revela la grandeza de Dios en este pasaje son las aguas. En los versículos 6 a 9, el salmista describe cómo, al principio de la creación, éstas cubrían toda la tierra. Pero Dios, con Su palabra, separó las aguas y formó los cielos, las montañas, los valles y los mares. En un primer momento, las aguas dominaban el planeta de manera caótica, y nada les hacía frente. Ni la montaña más alta podía sobresalir de las aguas más profundas. Sin embargo, Dios les dio un mandato, y las aguas, obedeciendo, se retiraron a Su lugar asignado en los cielos. Hoy, las nubes, que nos parecen tan frágiles y etéreas, están formadas por millones de pequeñas gotas de agua. Para ponerlo en perspectiva, una sola nube puede contener hasta 300,000 litros de agua, suficiente para llenar varias piscinas olímpicas. Y todo eso está suspendido en el aire, flotando sobre nosotros, solo porque Dios lo ordenó con Su palabra. Las aguas, que son completamente incontrolables para nosotros, obedecieron de inmediato a la voz divina. La grandeza de Dios se muestra en Su capacidad para ordenar lo que para nosotros es completamente indomable. Nadie más puede controlar algo tan vasto como el agua, pero Dios tiene dominio total sobre ella.

El mensaje del salmista es claro: la creación misma es un testimonio de la grandeza de Dios. La tierra, estable y firme, y las aguas, obedientes a Su voluntad, nos muestran a un Dios que es más grande que todo lo que existe. Si Él es capaz de ordenar y controlar el universo, ¿quién puede compararse a Él? Pero la grandeza de Dios no se limita solo a ser admirada. Este conocimiento debe llevarnos a la adoración y a vivir sometidos a Su grandeza.

¿Cómo impacta esto nuestras vidas? Si entendemos que Dios es más grande que cualquier circunstancia, debemos acudir a Él en los momentos difíciles y confiar en Su poder para sostenernos. La historia de Abram en Génesis 15 es un claro ejemplo de esto. Dios le prometió un hijo que sería de bendición para todas las naciones de la tierra. Pero Abram, siendo ya un hombre mayor, dudaba, pues él y su esposa eran estériles. ¿Qué hizo Dios? Lo sacó de la tienda y lo invitó a contemplar la creación. Le dijo: “Mira las estrellas del cielo y cuéntalas…” ¿Qué sucedió en ese momento? Abram, al ver la grandeza de la creación, reconoció que Dios era más grande que los cielos y, por tanto, mayor que su esterilidad, así que creyó en Su palabra. De la misma manera, nosotros debemos mirar a la creación para recordar que, si Dios creó todo esto y lo sostiene, Él es mayor que cualquier realidad que estemos atravesando.

¿Son nuestras pruebas tan grandes que nos hacen dudar de la bondad y el cuidado de Dios? ¿Son tan profundos nuestros sufrimientos que nos parece imposible regocijarnos en Él? ¿Son nuestros enemigos tan poderosos que no sabemos cómo defendernos? Entonces, salgamos, miremos la vastedad de los cielos, contemplemos la grandeza de las nubes, escuchamos el viento, observemos la tierra y los océanos, y concluyamos: si Dios habló y todo esto existió, si Él sostiene a este planeta con Su palabra, si las aguas indomables le obedecen, Él necesariamente es mayor que mis problemas, mayor que mis pruebas, mis enemigos, mis pecados, tentaciones, etc. Por lo tanto, correré a Él y le buscaré. Me refugiaré en Sus brazos, bendeciré Su nombre y le alabaré porque Él es más grande que todo lo que pueda venir a mi vida.

Rubén Videira

Autor Rubén Videira

Decano académico de Seminario Berea. Profesor de exégesis. Master en Divinidad y Teología.

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