John Piper dijo: «Cristo murió para salvarnos del infierno, pero no para librarnos de cargar nuestra cruz».[1] Con el dramatismo que le caracteriza, Piper confronta a los creyentes con la necesidad de la cruz para su vida en esta tierra. Cargar nuestra cruz no es opcional, ni un camino reservado para unos pocos espirituales. Es el requisito para todo aquel que quiera ser salvo. Jesús mismo proclamó a las multitudes: «El que no carga su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo» (Lucas 14:27).

Llegados a este punto, debemos evitar caer en la trampa de pensar que existen dos categorías de cristianos: los que son Sus discípulos porque se han comprometido con Cristo, y los que no lo son, porque siguen teniendo un pie en el mundo. No existe tal distinción. Si eres cristiano eres un discípulo de Jesús, y si no lo estás siguiendo es que no eres creyente. Para Jesús, estas dos realidades son las dos caras de la misma moneda, y prueba de ello es la Gran Comisión. Se entiende que Mateo 28:19-20 es un llamado a llevar el evangelio a todo el mundo para que los pecadores sean salvos. Pero, curiosamente, Jesús no dijo: «id y haced cristianos», sino que Sus palabras fueron: «id y haced discípulos».

En Lucas 14:27 Jesús establece que para ser Sus discípulos necesitamos cargar con nuestra cruz. Eso significa que todas aquellas personas que no se caracterizan por llevar su propia cruz se dirigen de camino al infierno, por mucho que piensen que son cristianos. Por lo tanto, la pregunta imperante es: ¿qué significa tomar nuestra cruz?

En ocasiones cuando alguna persona menciona que «tiene que cargar con su cruz» lo hace en referencia a otra persona difícil de llevar. Sin embargo, un cónyuge árido y seco, un hijo rebelde, unos suegros entrometidos, una familia que te desprecia por tu fe, un jefe abusivo, unos amigos desleales, todo esto, por muy terrible que sea, no constituyen nuestra cruz. Cuando Jesús dice: «El que no carga su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo» no está hablando de relaciones familiares. Ese tema ya lo dejó zanjado en el versículo anterior al afirmar: «Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre y madre, a su mujer e hijos, a sus hermanos y hermanas, y aun hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo». Jesús acaba de afirmar en Lucas 14:26 que para ser Sus discípulos debemos anteponer nuestra lealtad a Él por encima de cualquier otra relación que tengamos por muy cercana que sea. Sin embargo, en el versículo 27, añade que para ser sus discípulos no sólo debemos ser leales, sino que también necesitamos cargar nuestra cruz. El enfoque cambia de las relaciones interpersonales al corazón de la persona.

Un condenado a muerte sabía que su vida había llegado a su fin cuando los soldados romanos aparecían en su celda con el travesaño de su cruz. De la misma manera sucede con todo aquel que quiere ser salvo, tal persona necesita cargar su cruz, es decir, renunciar a su vida. Renunciar a nuestra vida no significa dejar de lado nuestras responsabilidades. Cristo no está diciendo que abandonemos a nuestra familia, dejemos el trabajo, y nos encerremos en un monasterio. De lo que Jesús está hablando es de morir a nuestra carne, a nuestras concupiscencias, a nuestro pecado, placeres pecaminosos, en definitiva, morir al yo y al mundo. Porque, al fin y al cabo, tal y como dijo Bonhoeffer: «cuando Jesús llama a un hombre lo llama a morir».[2]

Jesús es el ejemplo perfecto de cargar la cruz. En Getsemaní luchó agónicamente con la idea de tener que morir, pero aun así suplica al Padre: «no se haga mi voluntad sino la tuya» (Lucas 22:42). Cristo renunció a Su voluntad para obedecer al Padre. De la misma manera, nosotros cargamos nuestra cruz y nos sometemos a Él. Si no estamos dispuestos a cargar nuestra cruz, estamos afirmando que nuestra voluntad, deseos y planes están por encima de los del Padre. Si es así, no estamos siguiendo el ejemplo de Cristo. Es decir, no somos Sus discípulos, por lo tanto, no podemos ser salvos. Es verdad que el llamado a la salvación empieza con la fe y el arrepentimiento, pero el arrepentimiento no es otra cosa que morir a uno mismo, renunciar a la vida de pecado, y empezar a vivir en obediencia a Dios. En otras palabras, cargar con nuestra cruz cada día.

Cuando desobedecemos a Dios y nos entregamos al pecado, estamos dejando en el suelo la cruz que tenemos que cargar. Tal cosa es terrible, pero ¡gloria a Dios porque Su gracia es más que suficiente! Cristo, quien siempre se sometió al Padre, tomó el travesaño y cargó con Él hasta el Gólgota donde fue crucificado por nuestros pecados. Gracias a Su perseverancia somos perdonados, incluso en las ocasiones en que, como creyentes, dejamos de cargar nuestra cruz. No obstante, a pesar de que nuestra obediencia nunca será perfecta en esta vida, cargar la cruz debe caracterizar nuestro caminar diario. La cruz es el instrumento de tortura donde crucificamos nuestra carne cada día. De tal manera que podamos decir: «con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí» (Gál 2:20).

Sólo si hemos cargado con nuestra cruz, y seguimos cargando con ella, podemos estar seguros de que somos discípulos de Jesús. A.W. Tozer escribió: «si la cruz terminó con la vida de Cristo, también debería terminar con la tuya… Solo hay dos posibles respuestas ante la cruz, huir de ella o morir en ella».[3]

¿Cuál es tu respuesta? ¿Has renunciado a tus sueños, planes, y voluntad, con tal de ganar a Cristo? ¿O prefieres huir de este compromiso, confiando erróneamente en una oración hecha hace años, aunque nunca hayas cargado tu cruz? Según como contestes dependerá tu destino eterno, porque Jesús dijo: «El que no carga su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo».

 


[1] John Piper, «The Present Power of Christ Crucified», Desiring God, 7 febrero 1988 (acceso 23 septiembre 2020), https://www.desiringgod.org/messages/the-present-power-of-christ-crucified.

[2] Dietrich Bonhoeffer, The Cost of Discipleship, 2a ed. rev. (Nueva York: Macmillan Co., 1959), 79.

[3] A.W. Tozer, The Roots of The Righteous (Harrisburg, PA.: Christian Publications, 1995), 61-63.

Rubén Videira

Autor Rubén Videira

Decano académico de Seminario Berea. Profesor de exégesis. Master en Divinidad y Teología.

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