El orgullo y la humildad son como la muerte y la vida, totalmente opuestos y mutuamente excluyentes. Están enfrentados como lo están Cristo y Satanás. No hay nada más alejado de Dios y demoníaco que el orgullo. El orgullo causó que Lucifer llegase a ser el Diablo[1], mientras que la humildad movió al Verbo a hacerse hombre en la persona de Jesús (Fili 2:5-8). El problema es que la semilla del orgullo, como si de malas hierbas se tratase, brota una y otra vez en el jardín del corazón del creyente. ¿Cómo puede el hijo de Dios arrancarlo de su vida?

La respuesta a esta interrogante se encuentra en la Carta a la Iglesia de Laodicea. En esta breve epístola en Apocalipsis 3 Jesús examinó a esa congregación y la suspendió por culpa de su orgullo. No obstante, también le ofreció la solución a su problema.

Laodicea era una iglesia que a simple vista se podría considerar cómo ejemplar. La frase «Yo conozco tus obras» (Apo 3:15) se utiliza positivamente y de manera general[2], indicando que los laodicenses estaban desempeñando las obras características de una buena iglesia, o sea, predicaban la Palabra, evangelizaban, ayudaban a sus pobres, luchaban contra la falsa doctrina, etc. Sin embargo, todo este esfuerzo y sacrificio carecía de valor. Jesús no sólo conocía sus obras, sino que también sabía que Laodicea ni era frio ni caliente (Apo 3:15)[3], y debido a su tibieza los vomitaría de Su boca (Apo 3:16).

Ahora bien, ¿qué significa ser tibios? Cristo no está tomando la temperatura del corazón de la iglesia en Laodicea. En ningún momento está diciendo que es preferible ser apasionados por Él, o incluso fríos, antes que vivir a medio gas, con un pie en el mundo y otro en la iglesia. Este pasaje no está condenando la apatía espiritual por muy mala que sea. Sino que Jesús al decir, «puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca» alude a la geografía de la ciudad, bien conocida por los Laodicenses, con el fin de ayudarles a entender la seriedad de su pecado.

Laodicea se abastecía del agua que procedía de un manantial a unos 8 kilómetros al sur de la ciudad por medio de un acueducto subterráneo. No obstante, debido a la abundante carga mineral del manantial y la elevada temperatura del terreno en la zona, el agua llegaba a Laodicea con cal y tibia, en vez de fría[4]. Beber agua templada calina es desagradable y por norma general se suele escupir, de ahí el lenguaje del versículo 16: «puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca».

Por otro lado, Jesús no sólo tenía en mente el agua potable de Laodicea, sino que también, al decir «ni caliente», estaba aludiendo a las termas por las que la ciudad se hizo famosa.[5] Si estas aguas termales se hubiesen templado y vuelto tibias habrían perdido sus propiedades medicinales. De una manera u otra, fuese porque el agua potable llegaba templada, o porque las termas calientes se hubiesen enfriado, el agua tibia constituía un serio problema para la ciudad de Laodicea.

Cristo afirmó que conocía las obras de esta iglesia, todo lo que estaban haciendo en Su nombre, pero cuando intentaba saborearlas no le refrescaban, sino que fue una experiencia desagradablemente tibia, por culpa del orgullo, tal y como indica el versículo 17.

Laodicea era una ciudad próspera que se jactaba de su independencia económica[6]. Esta actitud arrogante se infiltró en la iglesia, y los laodicenses acabaron creyéndose que nadie les había dado nada. Pensaron que su crecimiento espiritual fue el resultado de sus propios méritos, y por eso, sin temor alguno exclamaban: «soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad» (Apo 3:17). Los Laodicenses se habían vuelto orgullosos de su propia santidad[7].

Es triste pensar que siglos después sigue habiendo creyentes en esta misma situación. Personas que sacrifican su tiempo, dinero y salud por el Señor, pero lo hacen buscando la aprobación de los hombres. Individuos que creen que son capaces de crecer espiritualmente separados de Cristo. Cristianos convencidos de que Dios los necesita a ellos. Una situación desagradable para el Señor, quien aborrece profundamente el pecado del orgullo, cuya gravedad y seriedad no tienen parangón.

Llegados a este punto, ¿qué debería hacer un creyente que se ha dado cuenta de su arrogancia, o sea, su tibieza espiritual? La carta a los Laodicenses presenta tres acciones para vencer este pecado:

  1. Arrepentirse (v. 19): «… y arrepiéntete». Arrepentirse es confesar la ofensa, aceptar la disciplina, rectificar el daño causado, y abandonar el pecado en obediencia a Dios por amor a Cristo en el poder del Espíritu.
  2. Recordar el evangelio, (vs. 17–18). Dios les dice a los Laodicenses que eran pobres, y estaban ciegos y desnudos. Así que, siguiendo con este mismo lenguaje, les llama a que compren de Él vestiduras, oro y colirio. En otras palabras, a que vuelvan a la verdadera fuente de su salvación: a Aquel quien les había hecho ricos en los lugares celestiales en Cristo, quien les había vestido con la justicia de Su Hijo Amado, y les había dado la vista por medio de Su Espíritu para ver al Salvador de sus almas. En definitiva, los laodicenses necesitaban volver al evangelio para vencer su orgullo. Lo cual no sólo les consolaría y animaría, sino que además los humillaría. Ya que, les recordaría que habían comenzado su caminar en la fe humillándose a los pies de la cruz, y por lo tanto, la única manera de proseguir en ese mismo camino sería en humildad.
  3. Disfrutar de comunión con Cristo, (v. 20): «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo». Este versículo es un llamado para la iglesia y no los incrédulos. Jesús estaba exhortando a los mismos cristianos de quienes dijo en el versículo 19 que disciplinaba porque amaba, a que disfrutasen de intimidad con Él. Es una relación en torno a un banquete, que expresa abundancia y satisfacción, y anticipa una comunión preciosa y única con Cristo. La clave para vivir en humildad es disfrutar de Jesús. Cuanto Sus discípulos más se deleiten en Él más humildes serán. Lo mejor de todo, la más excelente de todas las buenas noticias, es que Jesús anhela esa relación con cada cristiano. El creyente no necesita salir a buscarle, sino que Él está llamando a la puerta, es Él quien viene a los suyos, y espera que estén preparados para disfrutar de comunión con Él, arrepentidos de su orgullo.

No hay mejores palabras para resumir y concluir este artículo que las de Agustín de Hipona, quien dijo: «Si me preguntas que es lo primero en la religión, te diría que lo primero, lo segundo y lo tercero es la humildad».[8]

 


[1] Cita adaptada de C.S. Lewis, The Joyful Christian: 127 Readings (Nueva York: Simon & Schuster, 1977), 164.

[2] Cada vez que Jesús afirma “Yo conozco tus obras” en las Siete cartas está alabando una cualidad o acción positiva por parte de esa iglesia. Las dos posibles excepciones serían Apocalipsis 3:1 y 3:15, donde aparece esta misma frase “Yo conozco tus obras” en un contexto negativo. Sin embargo, en ambos casos se emplea para contrastar las aparentes buenas obras de esas iglesias (Sardis y Laodicea) con su terrible pecado.

[3] La construcción griega presenta un objeto directo doble, es decir, Jesús conocía sus obras, y también que ni eran fríos ni calientes.

[4] Mark Wilson, «Revelation» en Zondervan Illustrated Bible Background Commentary. Volume 4: Hebrews to Revelation, ed., Clinton E. Arnold (Grand Rapids: Zondervan, 2002), 276.

[5] Ibid.

[6] Tras el terremoto en el año 60 a.C. que destruyó a la ciudad (Estrabón, Geografía, 12. 8. 18), el emperador Tiberio ofreció ayuda a Laodicea (Suetonio, Vida de los Doce Césares: Tiberio, 8), pero ésta la rechazó y financió su reconstrucción con sus propios recursos (Tacito, Anales 14. 27. 1), lo que demuestra que se trataba de una urbe con recursos económicos abundantes.

[7] La respuesta de Jesús en el versículo 18 a la afirmación de los laodicenses en el 17 demuestra que las riquezas a las que se referían no eran materiales sino espirituales.

[8] Agustín de Hipona citado en Tryon Edwards, A Dictionary of Thoughts being an Cyclopedia of Laconic Quotations from the Best Authors, both Ancient and Modern (Nueva York: Cassell Publishing Company, 1891), 237.

Rubén Videira

Autor Rubén Videira

Decano académico de Seminario Berea. Profesor de exégesis. Master en Divinidad y Teología.

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