Es cierto que entre nosotros existen muchas y muy variadas profesiones y ocupaciones. El abanico es tan amplio que va desde los que son pastores en sus iglesias y dedican horas y horas a tareas que podemos definir como espirituales, aunque no por ello menos laboriosas; pasando por aquellos que tienen un negocio propio y también tienen que dedicar muchas horas para que este salga adelante. Igualmente existen asalariados tanto de grandes empresas como de pequeños negocios; así como agricultores, vendedores, informáticos, amas de casa, funcionarios, y un largo etc, con profesiones tan increíbles como… ¡probador de toboganes acuáticos!

Ninguna de estas profesiones u ocupaciones es considerada por la Biblia más o menos “santa”, aunque si nos menciona que: aquellos que aspiran a ser pastores buena obra desean (1 Timoteo 3:1). Pero no todos nosotros somos llamados por el Señor a ello. Asimismo, al producirse el nuevo nacimiento y entrar a formar parte de la familia de Dios no hay ninguna indicación de que debamos cambiar nuestro puesto de trabajo, aunque sí es seguro que vamos a cambiar la forma en que desempañamos nuestra labor, ya que ahora lo hacemos para el Señor (Colosenses 3:23). Pero es también cierto, que todos los redimidos con independencia de nuestra ocupación laboral, tenemos un llamado común, una tarea que debemos llevar a cabo desde el mismo momento en el que Dios nos libró del dominio de las tinieblas y nos trasladó al reino de su Hijo amado (Colosenses 1:14). Esto nos convierte en súbditos del Rey, y cada súbdito tiene la demanda de proclamar un mensaje de su Rey, como el Señor Jesús resucitado comunicó a sus discípulos poco antes de ascender al cielo: Y que en su nombre se predicara el arrepentimiento para el perdón de los pecados a todas las naciones, comenzando desde Jerusalén (Lucas 24:47)

Esta predicación o proclamación estaba encomendada en la edad antigua a los heraldos, voceros que tenían la tarea de parte de los mandatarios de transmitir sus proclamas al pueblo de una manera fiel, sin restar ni añadir nada. De la misma manera, cada uno de los que hemos sido rescatados del pecado y pertenecemos al que tiene la primacía sobre todo y todos, el Señor Jesucristo (Colosenses 1:15-18), debemos cumplir esta labor de predicar o proclamar su mensaje de buenas nuevas en los términos que Él ha establecido en Su Palabra, sin restar o añadir nada, conscientes de que hemos sido comisionados por quien tiene toda autoridad, tanto en el cielo como en la tierra. Sabiendo también que Él está con nosotros para fortalecernos y capacitarnos para hacer lo que nos ha ordenado (Mateo 28:18-20). Esta es ahora nuestra realidad aparte de cualquier otra profesión que tengamos. Hemos venido a ser, por la gracia de Dios, proclamadores que llevan un mensaje que todos deben oír ya que proviene de quien tiene un Nombre que es sobre todo nombre (Filipenses 2:9). Ya que el Autor y Consumador de este mensaje es quien un día juzgará al mundo en justicia (Hechos 17:31); y debido a que el protagonista de este mensaje es quien ostenta el título de Rey de reyes y Señor de señores (Apocalipsis 19:16).

Pero, aunque ciertamente es importante ser conscientes de que esta es la vocación de cada creyente, es crucial entender que: solo en la medida en que somos fieles en transmitir el mensaje recibido estaremos cumpliendo nuestro cometido de ser embajadores de nuestro Rey, Salvador y Señor. Es por esto por lo que en el Nuevo Testamento el énfasis está en el mensaje más que en el mensajero; y como acertadamente expresa un reconocido libro: “Este mensaje no está determinado ni por la situación de los oyentes ni por las ideas del proclamador, sino por el señorío del Señor Jesucristo”[i]. Por tanto, debemos preguntarnos ¿Cuál es el mensaje que como heraldos del Rey somos llamados a proclamar?

El Apóstol Pablo con las palabras inspiradas por el Espíritu Santo lo expone de manera magistral: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras (1 Corintios 15:3-4). ¡Sí, esta es la verdad que debemos proclamar y que el pecador debe creer por fe para reconciliarse con Dios! Que, según el plan predeterminado por Dios desde la eternidad (1 Pedro 1:20), el Hijo Eterno se encarnó, tomando forma de siervo, haciéndose semejante a nosotros sin dejar de ser Dios (Filipenses 2:6-7). Y como hombre hizo lo que ninguno de los seres humanos podíamos hacer debido a nuestro pecado, vivió una vida de obediencia perfecta cumpliendo cada aspecto de la Ley de Dios, amando perfectamente a Dios con todo su ser y amando a los hombres (Mateo 22:36-40) hasta el punto de dar su vida. A pesar de que era inocente de cualquier pecado (Hebreos 4:15) Él, voluntariamente se  humilló y fue a la cruz, después de que los hombres gritaran con saña: ¡Fuera, fuera, crucifícale! (Juan 19:15); en esa vergonzosa cruz sufrió de sus criaturas el desprecio, la humillación y la burla; pero sobre todo fue en la cruz donde Dios Padre vertió en su Hijo inocente, al asumir éste nuestros pecados, la ira justa que nos correspondía recibir a nosotros los pecadores, y con su muerte expiatoria Jesucristo pagó el precio de nuestra redención (2 Corintios 5:21). Pero a pesar de que su cuerpo sin vida fue puesto en un sepulcro, la muerte no podía retener al Autor de la vida, y Dios resucitó a su Hijo como prueba irrefutable de su justicia y de que su sacrificio había satisfecho el pago que requería nuestro perdón (Romanos 4:25).

Este mensaje acerca del Rey y lo que Él ha hecho para redimir a una raza caída, es el que hemos sido llamados a proclamar sin temor (1 Corintios 1:23-24); confiando plenamente en que este mensaje es: el poder de Dios para salvación de todo el que cree (Romanos 1:16); porque es el único que va utilizar el Espíritu Santo para obrar en los corazones y convencer de pecado de justicia y de juicio (Juan 16:8); y es solo por la proclamación de este mensaje por la que un pecador puede creer ya que la fe viene por el oír, y el oír por la palabra de Cristo (Romanos10:17).

Puesto que somos heraldos del Rey que viene y es por esta predicación que agradó a Dios salvar a los que creen (1 Corintios 1:21), proclamemos las verdades del Evangelio de tal manera que el Rey Jesús sea exaltado, y para que el pecador sea humillado, llevado al arrepentimiento por su pecado y a creer por fe en el único en quien hay salvación: en el Señor Jesucristo (Hechos 4:12).

 


[i] Gerhard Kittel y Gerhard Friedrich, Compendio del diccionario teológico del Nuevo Testamento. (Grand Rapids. Michigan. Libros Desafio 1980), 426.

José Manuel Robles

Autor José Manuel Robles

Graduado del Seminario Berea y colabora en distintos ministerios en la Iglesia Evangélica de León

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