La experiencia más grande y gozosa que un creyente podrá tener nunca en toda su existencia es la de haber sido declarado justo ante Dios por gracia y por medio de la fe en Cristo, siendo así librado de Su ira eterna por el pecado. Esa salvación trajo gozo al etíope que Felipe bautizó (Hch.8:39), o al carcelero de Filipos y su familia (Hch.16:33-34). Pero juntamente con esa verdad gozosa, viene otra que es muy dolorosa. Y es la verdad de que, aún después de ser limpiado y perdonado de todo pecado, uno sigue siendo pecador. David escribió en el Salmo 51, “Porque yo reconozco mis transgresiones, y mi pecado está siempre delante de mí…”. Y el apóstol Juan dijo: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros” (1Jn.1:8).

Y es que todo creyente verdaderamente regenerado, no solo se gozará de ser un pecador perdonado, sino que, además, en el proceso de su santificación personal, se sentirá abrumado por la lucha real y dolorosa contra el pecado que aún mora en él. El apóstol Pablo reconoció esa situación en sí mismo: “de todos los pecadores, ¡yo soy el primero!» (1Tim.1:15), y en romanos 7, describe esa triste realidad. Él fue consciente de su condición natural, “carnal, vendido al pecado”, (Ro.7.14), lo que le llevaba a cometer acciones contrarias a su deseo y voluntad, “no hago lo quiero, sino lo que aborrezco” (Ro.7.15), reconociendo que el problema no era ni de Dios ni de Su ley (Ro.7.16). Por eso llega a la conclusión, de que a pesar de haber sido regenerado: “el pecado…habita en mi” (Ro.7:17-18). En él mismo moraba como en su propia casa, el poder del pecado que de manera activa luchaba contra el bien que deseaba hacer (Ro.7:19-20).

Esa lucha de Pablo es el paradigma de todo creyente realmente regenerado. Un conflicto personal con él mismo en su santificación personal, que tiene deseos correctos, pero estos están enfrentados contra su carne (Ro.7.21-23). Un comentarista dice: “…Si alegáis que el desgraciado de Romanos siete es un hombre no regenerado bajo la convicción del pecado, la respuesta es que el tal está clamando por ser librado, no de la culpa y del castigo del pecado, sino de su poder…Sólo un alma vivificada sabe lo que es un cuerpo de muerte”[1] Su lamento final, “¡Miserable de mí!” (Ro.7.24), también se puede leer como “desdichado, angustiado de mi”…«¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte?”, muestra su angustia y frustración absoluta, debido a la incapacidad por sí mismo de poder vencer al poder del pecado que aun mora en él, lo que le impide alcanzar de manera plena su deseo de agradar a Dios en su vida, que es lo que realmente anhela.

Pero en ese momento, exclama en jubilo, “Gracias a Dios, por Jesucristo Señor nuestro...» (Ro 7:25). Pablo responde con gratitud a Dios, porque la ayuda y el sostén contra el pecado que aun moraba en él estaba en Cristo. En otras palabras, el creyente, así como depende de Cristo para ser salvo, también depende de Él para andar en esta vida en santidad. En Hebreos 4:15-16, leemos: “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino uno que ha sido tentado en todo como nosotros, pero sin pecado…acerquémonos con confianza al trono de la gracia para que recibamos misericordia, y hallemos gracia para la ayuda oportuna”.

Por medio de Cristo, el creyente tiene libre acceso al trono de gracia de donde destila todo el amor de Dios hacia él, allí halla perdón y también el auxilio de Dios que sale en su ayuda contra el pecado. Uno de los medios de ese auxilio es el Espíritu Santo, por esa razón el mandato al creyente es, no apagues al Espíritu, sé lleno de El (1Tes.5:19; Ef.5:18), anda por el Espíritu (Gal.5:16), en otras palabras, deja que el fruto del Espíritu (Gal.5:22-25), se imponga sobre los deseos pecaminosos que aún están en tu carne.

El otro apoyo es la Palabra de Dios. Por ella, el creyente ha nacido de nuevo (1P.1:23; Stg.1:18), y por ella está siendo santificado (Jn.17:17), cuando penetra en su corazón, identificando los pecados aún más profundos de su ser (Heb.4:12), y de esa manera, encuentra en ella el cómo vivir, qué creer, o como conducirse en esta vida en medio de sus batallas espirituales (2Tim.3:16-17; Ef. 6:12-18).

La otra ayuda es la oración, el Señor cuando enseña como orar en Mateo 6, insta a rogar a Dios para ser preservado de caer en tentación, y el ser librado del maligno que las incita, al apóstol Pedro en el huerto de Getsemaní le dijo “Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil» (Mateo 26:41).

El otro refuerzo es la iglesia, porque en la comunión con otros creyentes se estimula al amor y a las buenas obras (Heb.10:24-25), tener un hermano fiel a quien rendirle cuentas, es parte de la gracia de Dios en la lucha contra el pecado, “en todo tiempo ama el amigo, y el hermano nace para tiempo de angustia” (Prov.17:17), “confesaos vuestros pecados unos a otros y orad unos por otros” (Stg.5:16).

Y el otro socorro se haya en la esperanza futura de la glorificación. Ningún creyente aun ha experimentado lo que es ser y estar sin pecado, pero un día el pecado no tendrá nunca más lugar, y sus efectos se eliminarán eternamente (Ro.8:18; Ap.21:3-4), esa esperanza debe alentar al creyente a perseverar en santidad.

El pecado sigue siendo motivo de luchas y de tristezas para el creyente. Pero no nos desalentemos, más bien demos gracias a Dios por Cristo, porque Él nos ha salvado y nos da Su auxilio fiel, porque separados de Él nada podemos hacer (Jn. 15:5), manteniendo esa dependencia constante a través del Espíritu Santo, mediante Su Palabra, en oración, bajo el cobijo de la iglesia y esperando anhelantes la esperanza futura de la glorificación, “Por consiguiente, no hay ahora condenación para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne sino conforme al Espíritu. Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús te ha libertado de la ley del pecado y de la muerte. (Ro.8:1-2).

 


[1] William Newell, Romanos: versículo por versículo, (editorial Portavoz, 1984), p. 225.

 

 

Miguel Burgazzoli

Autor Miguel Burgazzoli

Miguel está casado con Alejandra, es graduado del seminario Berea y sirve como pastor en la Iglesia Evangélica de Ciudad Alta (Las Palmas de Gran Canaria)

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