No cabe duda que el machismo es una de las lacras de nuestra sociedad. El maltrato de un ser humano a otro siempre es algo deplorable, y aún más el de aquel que es más fuerte contra aquel que es más débil. Y esta gran maldad se ve particularmente en el abuso violento y despreciable de muchos hombres a muchas mujeres. Es incluso difícil pensar que, en otras épocas no lejanas, este maltrato se consentía y se justificaba.

Pero es también una terrible injusticia poner detrás de este maltrato al Creador Santo, y a Su Palabra pura. No podemos culpar a Dios de lo que Él no es culpable. La llamada “lucha de los sexos” surgió precisamente cuando el primer hombre y la primera mujer decidieron ignorar a Dios (Génesis 3:16-19). En ese momento fue cuando el hombre comenzó a someter a la mujer por la fuerza, y la mujer comenzó a usurpar el papel que el Creador asignó soberana y sabiamente al hombre. Y muchos consideran esta afirmación como algo ofensivo. Pero yo no pretendo que aquellas personas que desprecian al Creador estén de acuerdo conmigo alegremente. Tampoco quiero dejar de amonestar a quienes afirman creer en el soberano Dios, y no le defienden valientemente, y de acuerdo a Su Palabra, a Su testimonio escrito, que defiende Su carácter fiel y bueno, Su Palabra que describe con precisión Su santidad y Su sabiduría.

Y concretamente me dirijo a las mujeres de fe, a las mujeres creyentes, que aman a Dios porque Dios las amó primero. A las mujeres que tienen un suficiente Salvador en Cristo, que es el único Salvador de todos los seres humanos, quien es el que pagó por sus pecados, fueran hombres o mujeres. Me dirijo a las mujeres para animarlas a ser mujeres de la Palabra, mujeres que no se apoyan en argumentos y razonamientos humanos, sino en la Palabra fiel y pura de Dios, el Dios que no puede mentir, tal como Él afirma (Tito 1:2; Hebreos 6:18). Es imposible que Dios mienta. Es imposible que Dios sea infiel (2 Timoteo 2:13).

Aquí estamos hablando de confiar en el único que tiene la capacidad de decir siempre la verdad, y más aún, la capacidad de decir siempre lo correcto, siempre lo perfecto. Una mujer de la Palabra es una mujer que conoce la esencia de la Palabra de Dios; que confía en que Dios es fiel; que no duda de que, si en algún sitio va a encontrar lo que es verdad, por encima de todas las voces que hablan hoy, es en la Escritura inspirada por Dios.

Una mujer de la Palabra es una mujer que también comprende que Dios es sabio. No solo que lo que dice es verdad, sino que lo que dice es absolutamente digno de confianza. Un Dios que sabe lo que hace, y un Dios que no conduce a nadie al error. Nuestra sociedad no tiene ningún problema en reconocer y premiar su propia sabiduría. Un creyente es creyente porque ha entendido que la sabiduría de Dios está muy por encima de la suya propia. De hecho, lo es porque ha comprendido que la sabiduría propia es inestable, subjetiva, e incapaz de conducir a las personas al camino correcto en la vida (Proverbios 3:5-7).

Lo que vemos día a día a nuestro alrededor, con respecto a las relaciones entre hombres y mujeres, es terrible. Pero es también una demostración de lo que ocurre cuando la criatura desoye al Creador (Romanos 1:21-25). Porque el Creador mismo decide dejar que el ser humano “pruebe su propia medicina”.

Finalmente, una mujer de la Palabra es una mujer que considera que Dios es digno. Cuando el apóstol Pablo, movido por el Espíritu de verdad, escribe su carta a Tito, uno de sus colaboradores, le exhorta a enseñar la “sana doctrina”, y le muestra como viven en la iglesia los que obedecen la Palabra de Dios. El apóstol basa su exhortación en como esta obediencia dignifica a Dios, o dicho de esta manera, como la obediencia a la Palabra de Dios evita que el nombre de Dios sea blasfemado (2:5), y como también la obediencia adorna la doctrina de Dios (2:10).

El punto de Pablo es que los creyentes “lanzamos” un mensaje claro cuando por pura convicción, vivimos siendo leales a lo que Dios dice. Lanzamos el mensaje de que Dios es digno. No le hacemos digno con nuestra obediencia, pero sí resaltamos la verdad y la gloria de Dios.

El verbo que el apóstol utiliza en este pasaje (“adornar”) es el término del cual surge nuestra palabra “cosmética” en castellano. Entendemos lo que la cosmética puede hacer en el rostro de una persona. Lo que hace es resaltar lo que se quiere resaltar. Ayuda a destacar ciertos rasgos. Realza ciertos aspectos. De la misma manera, nuestra obediencia a la Palabra de Dios realza y destaca los atributos del Dios verdadero.

Y ahí es donde me temo que está el problema para la iglesia de Dios hoy en día, porque está más preocupada por parecerse a la sociedad en la que está, más preocupada por presentarse atractiva a la cultura con la que convive, que preocupada por promover la gloria y la grandeza de nuestro Dios. O, como somos exhortados por medio del apóstol Pedro (1 Pedro 2:9-10), una iglesia comprometida con “anunciar las virtudes de aquel que nos llamó de las tinieblas a Su luz admirable”.

Asumo que este es un tema delicado y sensible. Admito que la iglesia no siempre ha hecho el mejor trabajo en promover la verdad y en proteger a los creyentes de la mentira. Y advierto que la gran necesidad de nuestro tiempo sigue siendo la misma que en el siglo pasado, y ciertamente en cada siglo pasado; la gran necesidad es la predicación precisa de la Palabra de Dios, la exposición fiel de lo que el Dios fiel ha dicho. Tal como el gran predicador, Martyn Lloyd-Jones afirmó: “La necesidad más urgente en la Iglesia cristiana en la actualidad es una auténtica predicación, y puesto que esta es la mayor y más urgente necesidad en la Iglesia, es también la mayor necesidad del mundo.”

Oro por ti, hermana que estás leyendo este artículo, para que tengas el valor de ser una mujer de la Palabra, y oro por ti, predicador que estás leyendo este artículo, para que tengas el valor de ser un hombre irreprensible, “reteniendo la palabra fiel que es conforme a la enseñanza, para que seas capaz también de exhortar con sana doctrina y refutar a los que contradicen” (Tito 1:9).

Jonatán Recamán

Autor Jonatán Recamán

Pastor en la Iglesia Evangélica de Pontevedra (España) y profesor del seminario Berea (León, España).

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