Tengo que confesarlo el título para este artículo tiene trampa, pero cumple su propósito. Por un lado, ha captado tu atención lo suficiente como para que te pique la curiosidad, y por el otro, introduce el tema que vamos a tratar: porque algo esté en la Biblia no significa necesariamente que debamos imitarlo. Por ejemplo, la Escritura relata como Israel sacrificó a sus hijos a Moloc, o que Dios ordenó a Noe construir un arca y meter a los animales en parejas, pero no por ello, concluimos, por lo tanto, nosotros debemos hacer lo mismo. Obviamente, estos ejemplos son claros, sin embargo, en la Escritura hay versículos donde es más difícil discernir qué hacer con ellos.

Uno de estos pasajes sería el Salmo 51:11 que fue escrito por el Rey David y que constituye su confesión a Dios por adulterar con Betsabé y matar a su marido Urías. En los dos primeros versículos, David le ruega a Dios que tenga piedad de él, porque, por fin, tal y como dice el versículo 3, acaba de darse cuenta de su terrible iniquidad. En el versículo 4 reconoce que, aunque su pecado fue con Betsabé y contra Urías, en realidad fue contra Dios. Por tanto, se encuentra a la merced de Dios, y por eso se tira de lleno a los mismos brazos que ofendió. A partir del versículo 5 David reconoce que desde su concepción el pecado le ha corrompido profundamente. Por lo que al final, sólo Dios puede cambiar su situación y limpiarle. Pero para ello, David necesitaba un corazón nuevo que tuviese la ley divina escrita sobre él, versículo 10. Sé que esto puede sonar un poco extraño porque sin duda que David era salvo, pero cuando él vivió el Nuevo Pacto no existía, con lo que el Espíritu Santo todavía no había escrito la Ley de Dios en el corazón de los creyentes. Razón por la que David, al igual que el resto de los israelitas, necesitaba de un agente externo, la Ley mosaica, que le empujase a obedecer. Es bajo esta economía mosaica que David pide en el versículo 11: «No me eches de tu presencia, y no quites de mí tu santo Espíritu».

El salmista no está pidiéndole a Dios que no le prive de ir al tabernáculo. Este lenguaje es el mismo que Dios usó contra Saúl cuando le arrebató el reino de las manos para dárselo a otro. El rey Saul desobedeció a Dios ofreciendo sacrificios por el pueblo, y debido a eso el Señor dijo que lo echaría de delante de Él. En otras palabras, Dios expulsaría a su descendencia del trono, y no permitiría que ninguno de sus hijos se sentase delante de Él para gobernar a Su pueblo. El rey David había cometido un pecado terrible, y le fue imposible no acordarse en lo qué sucedió con Saúl cuando él también pecó. Esta es la causa por la que David ora diciendo, «no me eches de tu presencia, no te apartes de mí para quitarme el reino como hiciste con Saúl». La segunda mitad del versículo confirma esto mismo, al decir, «no quites de mí tu santo Espíritu». Una vez más, David no estaba bajo el Nuevo Pacto, por lo que debemos evitar acercarnos a este lenguaje desde una perspectiva del Nuevo Pacto. De lo contrario estaríamos diciendo que un creyente puede perder la unción del Espíritu Santo, en otras palabras, que es posible perder la salvación. Entonces ¿de qué está hablando David? Bajo el pacto mosaico el Espíritu Santo venía sobre algunas personas para capacitarlas con el fin de llevar acabo una función especial. Así sucedió con Bezaleel y Aholiab para la construcción del tabernáculo, o con Sansón, cuando el Espíritu de Dios vino sobre él, y tuvo la fuerza necesaria para despedazar a un león, o matar a 30 hombres. Curiosamente, también sucedió con el rey Saúl. Cuando fue seleccionado para ser el primer rey de Israel, estaba escondido entre el bagaje, demostrando su timidez y cobardía. Sin embargo, después de que Samuel lo ungiese para ser rey y el Espíritu vino sobre él, inmediatamente, se convirtió en un fuerte y poderoso guerrero. ¿Qué cambió? El Espíritu vino y lo capacitó para ser rey. No obstante, ¿qué sucedió cuando pecó? Dios lo desechó para ser rey, y al hacerlo quitó de sobre él, el Espíritu Santo que lo estaba capacitando para cumplir esa función, y de inmediato, volvió a ser un cobardica. En ese instante, el Espíritu que dejó a Saúl vino sobre David, y este joven pastor de 16 años se convirtió en un gran guerrero, capaz de matar al gigante Goliat, y superar el poder de Saul.

De modo que cuando David le pide a Dios que no quite de él su Santo Espíritu, está reconociendo que su pecado es semejante al de Saúl, y por tanto era merecedor de perder el reino y la capacitación para ser rey. Por eso, se echa a los pies de Dios para pedirle que le muestra misericordia, y que no haga con él lo mismo que hizo con Saúl.

En resumen, ¿por qué no debemos orar como David? Porque nosotros vivimos bajo una realidad diferente a la que vivió David. Sin duda, que este rey fue un santo a quien Dios usó en gran manera. Fue a él, a quien el Señor le prometió que Cristo, un descendiente directo suyo, se sentaría en su trono para siempre. Su impacto espiritual sobre la nación, a pesar de su pecado, fue tal que a todos los demás reyes se los compara con David. Y, aun así, a pesar de que David era quien era, él no llegó a disfrutar de los privilegios que tú y yo disfrutamos. Él vivió antes de la cruz, esperando la promesa. Cristo no había derramado Su sangre, y, por lo tanto, no había establecido el Nuevo Pacto. Así que el Espíritu de Dios aun no moraba en los santos del Antiguo Testamento escribiendo la Ley de Dios en nuestro interior. Pero nosotros, gracias a Cristo quien estableció el Nuevo Pacto al derramar Su preciosa sangre (Lucas 22:20), hemos sido sellados una vez para siempre con el Espíritu de la promesa. No hay nada que pueda arrebatar ese sello, garantizando nuestra relación eterna con Dios. Dios, nunca nos echará de delante de Él, ni nos desechará, porque para hacerlo, al ser participantes del Nuevo Pacto en Jesús, tendría que expulsar a Cristo del cielo mismo. Algo que jamás va a suceder. Por lo tanto, podemos decir juntamente con el apóstol Pablo, y con estas palabras termino: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?… en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Porque estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni lo presente, ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro».

Rubén Videira

Autor Rubén Videira

Decano académico de Seminario Berea. Profesor de exégesis. Master en Divinidad y Teología.

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